Julio
tenía la fea costumbre de perder las formas conmigo. La desfachatez de
despertarme sin llevarme el desayuno a la cama y sin haber dejado antes la habitación flotando en una suave penumbra. Como cuando mamá trabajaba, y yo pretendía negarme, cabezona como la
que más, a ir al colegio. Entonces mi niñera tiraba fuerte de la sábana, de
golpe, y me hacía sentir frío. Y no me quedaba más remedio que abandonar la
seguridad y el calor de las mantas.
Pues
así solía ser julio conmigo. Se volvía brusco, violento y despiadado, y nos
despertó a todos, desarropándonos, con noticias frescas y putas que se nos estampaban en los
morros como una bofetada de realidad. Nos volteó la existencia: al arrancarles de
cuajo su juventud, al recordarnos lo finito del mejor amigo del hombre.
Julio
boxeaba conmigo: me dio golpes fuertes. Qué bueno que, por eso, julio me ha
enseñado a vivir con más intensidad. A espabilar un poquito. A perpetuar a mi
mejor amiga en siestas conjuntas, en rascar su barriga perruna durante horas,
en montones de fotos y galletas fraccionadas en pedacitos a la hora del
desayuno, siempre compartido cuando vuelvo a casa. Debe ser lo único que esa tragona bola de pelo mastica :)
Esta
vez julio no iba a ser menos, y se presentó gris y fresco, y trajo, otra vez, noticias
frescas, y grises oscuras, y muy putas. Pero creo que, a pesar de todo, Madrid
no quería espantarme en nuestro primer verano juntos con calles hirviendo a
treinta y nueve grados. Así que julio le refrescó su asfalto, tan gris como
él, con algún que otro chaparrón, justo en los días en que olvidé mi paraguas. Y
qué bien, oye: que la lluvia siempre me limpia por dentro. Y nos encerró
durante más de veinte mañanas en el subsuelo, sentados frente a pantallas dobles
–y también grises- de dimensiones con las que ni nos atreveríamos a soñar en
las guardias de Urgencias. “Radiografía de tórax, dos proyecciones…” una y otra
vez, a media voz, susurrado a ese aparato que entendía a veces lo que debía, y
otras lo que le daba la gana. Qué potente somnífero.
Y a pesar de la ausencia
de pacientes –que compensábamos indagando en la evolución de Aniceto and company-,
aquella tormenta no estuvo tan mal. Escapábamos de la sala de lecturas en busca
de cafeína y quién sabe si de inspiración, de suerte o de risas en la encrucijada
de las máquinas de cocacola. Perdíamos el tiempo, ganábamos la vida. Y al final,
admitámoslo, hasta aprendimos. Cómo buscar un derrame pleural con fundamento,
qué demonios significaba –por fin- la socorrida coletilla de la redistribución
vascular, a la que tantas veces recurrimos en un fallido intento de sonar
profesionales. Fuimos la envidia de todos, con nuestro exclusivo y benevolente horario
laboral. Aunque a veces nos sintiéramos tan en la facultad.
Y es
que si algo he aprendido es que no puedo dejar de aprender. Nunca. Nos enseñen
julio y sus palos, nuestros mayores o hasta nuestros pequeños.
A veces nos movemos más que otros especialistas, incluso quitamos trombos de la cerebral media... de pacientes claro. Saludos
ResponderEliminar¡Jaja! Lo sé...Para nada pretendía generalizar con esta entrada; no seríamos nadie sin la Radiología, pero un mes única y exclusivamente en placa de tórax se me hizo algo pesado. Ya se sabe...para gustos, los colores, ¡y menos mal! Nos necesitamos unos a otros :) Saludos de vuelta, y gracias por tu comentario.
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