Me he desmelenado. Literalmente. Mientras la mitad de
mi cabellera era arrastrada por mi peluquera hacia el recogedor yo visualizaba una reunión de calvos
indignados, con caras largas y con una coloración tirando al verde espinaca,
así como codiciando lo ajeno. Y del recogedor a la basura; no sé: en nueve o
diez “dedos” se redujo mi longitud capilar. Luego, riéndose, me dijo que era la
primera vez en años que le decía algo distinto a “¡No cortes mucho!”. “Está
madurando. Sabe lo que quiere”, sentenció después, mirando a mi madre.
Pues no sé si estoy madurando. No sé si sé lo que
quiero. Pero al menos voy sabiendo qué no quiero. Y no es poco. Para empezar,
quisiera no perder la costumbre de extraer conclusiones útiles a pie de calle,
sea en la peluquería, en un bar, o en un vagón de tren.
No sé por qué será que sí sé qué no quiero. Será que me
estoy haciendo mayor: son ya veinticinco mis otoños, aunque no se me antojen
tan lejanas aquellas otras veces en que la misma peluquera se ensañaba con mi
pelo mientras yo me rendía a lo inevitable (“tienes que estar fresquita, para
el verano”) encaramada sobre una torre de cojines de los Power Rangers para
estar a la altura precisa que requería el tijeretazo.
… Será que lloro menos, mucho menos, que antes. Será porque
me estoy endureciendo. Curtiéndome como el cuero, haciéndome
residente-resistente a base de guardias. Será
que los años pasan y a veces pesan, y es por eso que siempre escribo las cifras
con palabras y no con números: así se clavan, así dejan impronta. Será porque
ahora me ha entrado la neura y utilizo contorno de ojos para tratar de luchar
contra los efectos de levantarme y acostarme a horas que van contra natura.
Será que aunque sólo sé que no sé nada llevo un mes teniendo estudiantes
rotando conmigo en El Doce, y trato de explicarles lo poco que voy sabiendo.
Aunque sólo sea por que no hagan la fotosíntesis, como tantas veces hice yo. Será
que algunos de mis amigos tienen treintaytantos.
Sea lo que sea, y aunque voy sabiendo qué no quiero,
aunque llore menos, aunque salga más, no disto tanto de la niña a la que cortaban
el pelo sobre una torre de cojines. No he cambiado tanto. Qué va. Tanto que a
veces hasta creo que involuciono. Regreso al origen. Porque volví a soñar con Madrid, como hacía a
los quince, y ahora la callejeo, la exploro, me la bebo, la bailo y la adoro.
Porque me despojo del sentido del ridículo para quitarme un peso de encima y poder saltar muy alto antes de
abrazar con fuerza a mis amigos cuando hace meses, incluso años, que no les
veo. Aunque suele ocurrir que, dos minutos después del reencuentro, es como si
hubiésemos tomado el último café la tarde de antes. Porque escapar del
ruido capitalino se ha convertido en una necesidad, y volver a ese campo es mi oxígeno. Como una cría, convierto en aventura el ir a buscar nueces, palo en mano para luchar contra
las ramas que traten de arañarme. Porque que las calles se llenen poco a poco
de Navidad me despereza la sonrisa como hacía años atrás.
Evoluciono, crezco, maduro, y esta huida hacia adelante a veces no es más que saber cuándo y cómo retroceder: imito a los peques de mi familia, y, mimetizándome con ellos, de
tarde en tarde me acuerdo de ser, un ratito, niña otra vez. Entonces abro mucho
los ojos para no perderme ni un detalle, río a carcajadas cuando me apetece y
sigo creyendo en los Reyes Magos. Aunque ahora vengan a Madrid en coche, y no
en camello, para dejarme el congelador lleno de tuppers, o aunque ahora sea yo
quien viaje hasta mi Oriente particular, guiándome siempre por las mismas estrellas:
para cargarme de abrazos, de bizcochos que superan todas las expectativas a
pesar de los nefastos antecedentes personales, de pilas que se agotan y en mi
Oriente, que es también mi norte, se recargan en tiempo récord.