sábado, 27 de diciembre de 2014

Feliz e (im) perfecta Navidad

Miento como un bellaco si pretendo fingir que la Navidad no me entra por los ojos. Yo, que si existe la reencarnación bien pude haber sido elfo en Laponia en otra vida, o, qué sé yo, el camello de Melchor, o la estrella de Oriente. El mismísimo pesebre, incluso. Lo que sea; cualquier contexto cultural me vale mientras tenga algo que ver con los días que rodean al veinticinco de diciembre. Miento si niego que me vuelvo completamente majara cuando octubre se quiere acabar, y aún paseando en mangas de camisa, las bolas de nieve, las guirnaldas y los catálogos de juguetes empiezan a desbancar de las estanterías en los templos del consumo a chanclas, bronceadores y otros restos del sol. Sufriría una hipertrofia nasal que ni Pinocho si tratase de ocultar que cada vez que salgo del gimnasio tengo que luchar contra mis pies para que no entren en el Tiger que hay justo al lado a caer en la tentación, pues corro el serio peligro de salir del lugar armada con cachivaches varios y tremendamente útiles como puedan ser tres angelotes, un reno o moldes para galletas que luego nunca hago porque no tengo ni tiempo ni espacio para un michelín más.
Así que sí: soy el antigrinch y debería haber nacido en Finlandia. 

Por eso adoro diciembre. Incluso con su consumismo y su derroche. Adoro desparramar por el suelo adornos de todos los colores aunque siempre termine escogiendo los rojos. Pelearme con las luces para, al cabo de un tiempo no inferior a cinco eternos minutos, lograr desenredarlas. Oír a la Gorda roncar de fondo, agotada y con el hocico lleno de purpurina tras el esfuerzo titánico de haber inspeccionado las bolsas de adornos una por una. Emocionarme con la novedad que me ofrece Madrid en el horizonte desde el pasillo de quirófanos cuando se despoja de su nube de humo descubriéndome la nieve a lo lejos. Tratar en vano de aprenderme villancicos en inglés para cantarlos todo lo a voz en grito que me permita el catarro de turno, y partirme de risa cuando descubro que se los he pegado a mi madre y a mi mejor amiga. Que por las noches en la tele pongan películas de Disney y poder hacer maratón sin remordimientos ni madrugones. La competición silenciosa y deslumbrante de las fachadas del barrio por dictaminar cuál se lleva el premio a la iluminación más chirriante y epileptógena.

Así pues, es comprensible que una vez más tiendan ustedes a tirar de estereotipos y me tilden de moñas, imaginándome envuelta en un halo de luz tenue, paz y armonía las dos últimas semanas de diciembre, mientras la voz de Ella Fitzgerald ronronea en un gramófono de altavoz dorado a 33 rpm.

Pero no. A la Fitzgerald la interrumpen cada tres canciones sin excepción los anuncios de Spotify, porque no soy Premium. Puede que haya una tenue luz, sí, pero no procede de esa dichosa velita algo snob que me tienta de diciembre en diciembre. Y no: la meteorología este año tampoco nos deja vivir una blanca Navidad. Comprensible si a medio día el termómetro alcanza sin gran esfuerzo los quince grados centígrados.

No obstante, una cuenta entre sus defectos y virtudes con la testarudez. Así que, empeñada en edulcorar mi veinticinco de diciembre y completar mi galería de Instagram con la imprescindible foto del abeto, ahí estaba yo: a ras del suelo, cámara en ristre, tratando de hacer la perfecta foto navideña, obstinada en que la Gorda se tumbase junto al árbol para obtener una idílica postal de revista de decoración. Quería crear una imagen que destilase hogar por cada uno de sus píxeles. Para, después, complementarla con la pertinente parrafada versando sobre turrón, paz y armonía, que para eso estoy de vacaciones y volver a casa me devuelve la inspiración que Madrid no me roba pero sí me esconde tras su vértigo. Pero la tele encendida y el chunda-chunda escapándose de los cascos de mi hermano hacían demasiado ruido. Y la Gorda, harta de mi complejo de fotógrafa de pacotilla del AD, en lugar de echarse al parquet a poner su habitual cara de perra dócil y adorable, agarró uno de los peluches de debajo del árbol con el firme propósito de arrancarle los ojos y sacarle el relleno.
Aunque al final logré salvar al pobre muñeco de trapo a cambio de un yogur que terminar de rebañar con su inmensa lengua perruna, Reina me recordó que esto de vivir va, en definitiva, de planificar menos y de improvisar más. De caos, de informalidad. De feliz e (im) perfecta Navidad. Que la vida no tiene que ser perfecta para ser maravillosa. Que no es Navidad si no tienes que recorrer la casa de abajo a arriba a la caza y captura de al menos cuatro modelos distintos de silla; veinte culos son muchos culos que sentar cuando la familia crece :) No es Navidad si cuando acaba no sales de casa rodando como las albóndigas que, reconózcanlo, todos nos llevamos en un tupper. No es Navidad si no te pasas tardes y tardes buscando atuendo para el enésimo evento, cuando sabes que, en verdad, lo único que importa es llevar los labios bien rojos y acabar con la suela del zapato llena de restos de confeti y cachitos de cristal cuando has bailado de verdad. No es Navidad si nadie mira con gula la última croqueta, a sabiendas de que tita Rosa, que siempre vela por nuestra nutrición, freirá más en breve.
Y esta vez no es Navidad sin novedades. Qué de cambios en tan poco tiempo. En doce meses he pasado de vivir pensando en netas a salir de guardia, dormir lo imprescindible porque me pueden las ganas y agarrar un volante que llevaba meses sin tocar, para volver a casa y encontrarme una bienvenida que dejó en mantillas al mismísimo anuncio de “El Almendro”. De ser los de siempre sentados a la mesa, a que este año se hayan sumado “ésta” y el bebé más mofletudo del mundo, que presidió la mesa enfrente del ahora bisabuelo. “Ochenta y siete años de diferencia, pero ninguno tiene dientes”.

En mi Navidad nadie va a tocar al timbre y a decirme “to me you are perfect”, porque, en el fondo, mi imperfecto diciembre no es más que la vida sucediendo. Aunque tiempo atrás se me pusiera patas arriba, al final la vida se remienda sola. Y qué maravilla volver a reír en la cocina de forma explosiva. Abrir un buzón saturado de las cartas que mi casera se empeña en no recoger y encontrar una postal que te hace morir de amor. Qué maravilla desearles un poco más de bueno de lo habitual a los de siempre, y a los recién llegados que, espero, hayan venido para quedarse. 

...Feliz e imperfecta Navidad :)

domingo, 26 de octubre de 2014

Madurar, y otras reflexiones de peluquería de barrio

Me he desmelenado. Literalmente. Mientras la mitad de mi cabellera era arrastrada por mi peluquera hacia el recogedor yo visualizaba una reunión de calvos indignados, con caras largas y con una coloración tirando al verde espinaca, así como codiciando lo ajeno. Y del recogedor a la basura; no sé: en nueve o diez “dedos” se redujo mi longitud capilar. Luego, riéndose, me dijo que era la primera vez en años que le decía algo distinto a “¡No cortes mucho!”. “Está madurando. Sabe lo que quiere”, sentenció después, mirando a mi madre.

Pues no sé si estoy madurando. No sé si sé lo que quiero. Pero al menos voy sabiendo qué no quiero. Y no es poco. Para empezar, quisiera no perder la costumbre de extraer conclusiones útiles a pie de calle, sea en la peluquería, en un bar, o en un vagón de tren.

No sé por qué será que sí sé qué no quiero. Será que me estoy haciendo mayor: son ya veinticinco mis otoños, aunque no se me antojen tan lejanas aquellas otras veces en que la misma peluquera se ensañaba con mi pelo mientras yo me rendía a lo inevitable (“tienes que estar fresquita, para el verano”) encaramada sobre una torre de cojines de los Power Rangers para estar a la altura precisa que requería el tijeretazo.

… Será que lloro menos, mucho menos, que antes. Será porque me estoy endureciendo. Curtiéndome como el cuero, haciéndome residente-resistente a base de guardias. Será que los años pasan y a veces pesan, y es por eso que siempre escribo las cifras con palabras y no con números: así se clavan, así dejan impronta. Será porque ahora me ha entrado la neura y utilizo contorno de ojos para tratar de luchar contra los efectos de levantarme y acostarme a horas que van contra natura. Será que aunque sólo sé que no sé nada llevo un mes teniendo estudiantes rotando conmigo en El Doce, y trato de explicarles lo poco que voy sabiendo. Aunque sólo sea por que no hagan la fotosíntesis, como tantas veces hice yo. Será que algunos de mis amigos tienen treintaytantos.

Sea lo que sea, y aunque voy sabiendo qué no quiero, aunque llore menos, aunque salga más, no disto tanto de la niña a la que cortaban el pelo sobre una torre de cojines. No he cambiado tanto. Qué va. Tanto que a veces hasta creo que involuciono. Regreso al origen. Porque volví a soñar con Madrid, como hacía a los quince, y ahora la callejeo, la exploro, me la bebo, la bailo y la adoro. Porque me despojo del sentido del ridículo para quitarme un peso de encima y poder saltar muy alto antes de abrazar con fuerza a mis amigos cuando hace meses, incluso años, que no les veo. Aunque suele ocurrir que, dos minutos después del reencuentro, es como si hubiésemos tomado el último café la tarde de antes. Porque escapar del ruido capitalino se ha convertido en una necesidad, y volver a ese campo es mi oxígeno. Como una cría, convierto en aventura el ir a buscar nueces, palo en mano para luchar contra las ramas que traten de arañarme. Porque que las calles se llenen poco a poco de Navidad me despereza la sonrisa como hacía años atrás.

Evoluciono, crezco, maduro, y esta huida hacia adelante a veces no es más que saber cuándo y cómo retroceder: imito a los peques de mi familia, y, mimetizándome con ellos, de tarde en tarde me acuerdo de ser, un ratito, niña otra vez. Entonces abro mucho los ojos para no perderme ni un detalle, río a carcajadas cuando me apetece y sigo creyendo en los Reyes Magos. Aunque ahora vengan a Madrid en coche, y no en camello, para dejarme el congelador lleno de tuppers, o aunque ahora sea yo quien viaje hasta mi Oriente particular, guiándome siempre por las mismas estrellas: para cargarme de abrazos, de bizcochos que superan todas las expectativas a pesar de los nefastos antecedentes personales, de pilas que se agotan y en mi Oriente, que es también mi norte, se recargan en tiempo récord.

No sé muy bien lo que quiero. De momento, no perder el entusiasmo. Empezar por ahí no estaría nada mal :)

jueves, 28 de agosto de 2014

Julio: Rayos y truenos. Mañanas en el subsuelo

Julio tenía la fea costumbre de perder las formas conmigo. La desfachatez de despertarme sin llevarme el desayuno a la cama y sin haber dejado antes la habitación flotando en una suave penumbra. Como cuando mamá trabajaba, y yo pretendía negarme, cabezona como la que más, a ir al colegio. Entonces mi niñera tiraba fuerte de la sábana, de golpe, y me hacía sentir frío. Y no me quedaba más remedio que abandonar la seguridad y el calor de las mantas.
Pues así solía ser julio conmigo. Se volvía brusco, violento y despiadado, y nos despertó a todos, desarropándonos, con noticias frescas y putas que se nos estampaban en los morros como una bofetada de realidad. Nos volteó la existencia: al arrancarles de cuajo su juventud, al recordarnos lo finito del mejor amigo del hombre. 
Julio boxeaba conmigo: me dio golpes fuertes. Qué bueno que, por eso, julio me ha enseñado a vivir con más intensidad. A espabilar un poquito. A perpetuar a mi mejor amiga en siestas conjuntas, en rascar su barriga perruna durante horas, en montones de fotos y galletas fraccionadas en pedacitos a la hora del desayuno, siempre compartido cuando vuelvo a casa. Debe ser lo único que esa tragona bola de pelo mastica :)
Esta vez julio no iba a ser menos, y se presentó gris y fresco, y trajo, otra vez, noticias frescas, y grises oscuras, y muy putas. Pero creo que, a pesar de todo, Madrid no quería espantarme en nuestro primer verano juntos con calles hirviendo a treinta y nueve grados. Así que julio le refrescó su asfalto, tan gris como él, con algún que otro chaparrón, justo en los días en que olvidé mi paraguas. Y qué bien, oye: que la lluvia siempre me limpia por dentro. Y nos encerró durante más de veinte mañanas en el subsuelo, sentados frente a pantallas dobles –y también grises- de dimensiones con las que ni nos atreveríamos a soñar en las guardias de Urgencias. “Radiografía de tórax, dos proyecciones…” una y otra vez, a media voz, susurrado a ese aparato que entendía a veces lo que debía, y otras lo que le daba la gana. Qué potente somnífero. 
Y a pesar de la ausencia de pacientes –que compensábamos indagando en la evolución de Aniceto and company-, aquella tormenta no estuvo tan mal. Escapábamos de la sala de lecturas en busca de cafeína y quién sabe si de inspiración, de suerte o de risas en la encrucijada de las máquinas de cocacola. Perdíamos el tiempo, ganábamos la vida. Y al final, admitámoslo, hasta aprendimos. Cómo buscar un derrame pleural con fundamento, qué demonios significaba –por fin- la socorrida coletilla de la redistribución vascular, a la que tantas veces recurrimos en un fallido intento de sonar profesionales. Fuimos la envidia de todos, con nuestro exclusivo y benevolente horario laboral. Aunque a veces nos sintiéramos tan en la facultad.

Y es que si algo he aprendido es que no puedo dejar de aprender. Nunca. Nos enseñen julio y sus palos, nuestros mayores o hasta nuestros pequeños. 

miércoles, 25 de junio de 2014

De balcones y Nefrología

Desde mi balcón veo uno de los altísimos edificios de Plaza de España. El que no está vacío; ése dicen que lo han comprado unos chinos. En este junio, que quisiera ser del norte y nos concede una tregua al asfalto y a los viandantes, me gusta asomarme, después de cenar, y  ver cómo el día no tiene prisa por irse a dormir. Que son casi las once y la luz no se apaga. E imaginar qué vistas indiscretas y privilegiadas tienen los habitantes de ese edificio, que salvaguardan su intimidad en las alturas. No como una servidora, a la que no le queda más remedio que saber que los vecinos de enfrente tienen las mismas sábanas de Ikea que media población española y, si me apuras, hasta veo esta noche la televisión con ellos, de balcón a balcón. Y, viceversa, mi cotidianidad también se intuye entre visillos y tras los estores (de Ikea, también).  Es  lo que tiene vivir en un segundo piso, en una callecita estrecha con balcones atestados de plantas y molinillos de colores, donde tan pronto escucho ligar en italiano o maldecir el empedrado en inglés, como veo procesionar hasta los bares camisetas de fútbol de todos los colores (la roja ya no, ya saben que esta vez ni olimos la gloria balompédica), o un mendigo con la voz cascada canta una de Sabina. Cosas de Madrid.

Y entre tanto, mientras sueño con vivir en un vigésimo noveno piso con vistas al templo de Debod, Quique y Mr. Clooney vuelven a la vida en la Unidad de Agudos de Nefro. Les pusieron VMNI, les cubrimos cocos con Vanco, les dializaron de urgencia, les bajó el potasio. Cuando todo fue mejor, nos echamos unas risas. “Encantado, doctora”, me dice los días que me quedo sola. “Y yo más”, le respondería, aunque lo dejo en un cortés "igualmente". A pesar de la Intranet y de la hipoglucemia cuando aún me queda mucho por hacer en la mañana. Aunque a veces me sienta más secretaria que médico. Aunque las sesiones clínicas discutiendo sobre lo humano y lo divino de las glomerulonefritis se me hagan tan densas, pero no tan dulces, como la miel. Encantada, a pesar de los pesares; para pesares el de Constantina: es posible que ella corra distinta suerte a la de Clooney. Tenía la mirada ausente, y las manos demasiado frías.


Y en un parpadeo, de casa al trabajo, y del trabajo a casa: la línea amarilla. Señoras gordas, pluripatológicas en potencia; ese hombre que ofrece pañuelos, y que bien, por la edad que aparenta, podría ser mi padre. Las caras de sueño, los libros electrónicos conviviendo en aparente armonía con los de verdad: los que tienen los bordes sobados y las esquinas dobladas, y al abrirlos huelen bien. Las vueltas multitudinarias de los jueves, después de la cerveza fría. El día en que caí en la cuenta de que, por fin, me había olvidado de que hubo un tiempo en que buscaba sus zapatillas grises. Quizás la mala noticia es que, ahora, lo que busco sin quererlo es tu pelo.Y entre todo, las pausas y las prisas llevándose bien. 

P.D. Mi portátil murió por quinta vez sin opciones de reanimación, y Ana María Matute se fue hoy, así que yo tuve que coger prestado el de mi buen amigo J cuando se me apareció esta sentencia suya que tan al pelo me viene: "Escribir es un deseo de recuperar todo lo que se ha vivido y se ha perdido".

:)


lunes, 16 de junio de 2014

De Madrid y de primeras veces

La primera tarde que me quedé sola, una vez más, pero esta vez más de verdad, descargamos el coche, nos besamos, cerramos puertas, y dejamos caer un hasta pronto; aunque yo sabía que era un adiós aquello que llevaba tiempo preparándome para decir a lo que había sido hasta entonces. Y aquel mayo me supo a septiembre: saqué algunos pedazos de siete años para colocarlos entre cuatro paredes; deshice maletas; nos presentamos todos. Incluyendo nombre, especialidad, y año. Nunca antes una primera toma de contacto tuvo tanta información.

La primera vez que, temprano, me topé con la mañana fría al salir a la superficie desde la boca de metro, sonreí. Y es que, con lo que me costó llegar hasta aquí, no íbamos a ponerle mala cara. A pesar de que sé que más de una vez me sentiré muy pequeña en la estación de los hologramas gigantes. Al atravesar el umbral de la puerta, sonrisa puesta, alguna de aquellas primeras mañanas, escuché decir “Qué mierda todo, Paco”. Y pensé que, seguro, llevaba razón: a saber qué era ese todo, y pensé también que qué sabré yo a estas alturas de miserias ajenas, si hasta el momento han pasado a mi lado sigilosas, sin hacer ruido, y con la cabeza gacha. Pero tres semanas en el hospital me han bastado para saber que van a trabajar mano a mano conmigo: las miserias, lo más bajo, la impotencia, la incertidumbre. Pero también las soluciones, las alegrías, los "todo ha salido bien". Y estaré ahí con ganas de acompañar, de consolar, de dar esperanzas, ofrecer sonrisas y algún abrazo. Aprendiendo a hacerlo, despacito y buena letra. 

El primer domingo sola di dos vueltas de llave para sitiar a la pereza, y me perdí entre libros, dejándome arrastrar por una marea de gente tan curiosa (o tan ociosa) como yo. Y esa tarde Madrid me enseñó que entre tanto bullicio también hay hueco para el silencio: que entre sus árboles desaparecen el tráfico y el ruido, y, si quieres, hasta las preocupaciones. Si es que alguna vez las hubo. Si me hubiese acordado de cuánto te disfrutaba, Madrid, no hubiese dudado tanto, pienso mientras "subo y bajo Gran Vía". 

Y en las primeras sesiones clínicas, en las primeras “lecciones”, me volví a pillar a mí misma in fraganti con la sonrisa boba: agarrando en la mano fuerte, pero suavemente al tiempo, para que no quiera irse, la certeza de que no me he equivocado. De que Anestesia y Madrid pasarán a mi historia como unas de las decisiones más cuestionadas, pero sin duda las más acertadas.



…¿Y qué le hago yo si me sobran las ganas? 

:)

PD. Mención especial a la Doctora Jomeini, que tuvo parte de culpa. Y más, con post como éste


sábado, 17 de mayo de 2014

El día que casi olvido pulsar el botón

Estaba lloviendo, como no podía ser de otra manera. Nos apostábamos cada una en marcos enfrentados de la puerta, dejando pasar entre cuerpo y cuerpo toda la claridad que era capaz de ofrecernos aquella tarde gris de abril. Me apoyé contra la encimera y eché una mirada lastimera a las gotas que se perseguían unas a otras por el cristal, casi suplicándoles que dibujasen al resbalar la respuesta que llevaba buscando días y más días. Y es que, por fin, sabía lo que quería. Sabía dónde quería estar. Tenía mi plan A, pero me faltaba el plan B. Había sido poco previsora, demasiado optimista, o incluso demasiado realista.Había tachado dieciocho de mis veinte plazas favoritas. Sea como fuere, no sabía qué hacer si el día se me torcía. Así que, como no sabía qué hacer, hice galletas. Hice también unas llamadas, buscando la luz. Tila doble, y a la cama. Dormí bien, del tirón, aunque tuve un despertar precoz, causado por ese algo que se había instalado en mi tripa sin pedir permiso.

Viajábamos, y sonó en la radio “Terriblemente cruel”, que me apetecía tararear desde hacía días; pero desprecié el guiño que me hacía la radio, como diciendo “este va a ser un buen día”, no fuera a ser que me pasase de entusiasta una vez más. Se asomaba Madrid, y dejábamos a la izquierda un edificio altísimo al que apenas me atrevía a mirar. No vaya a ser que no haya suerte, me dije. Aunque, después de todo, al final iba a tener que empezar a fiarme de las señales: aparcábamos justamente enfrente de la puerta del Ministerio de Sanidad. 

Faltaban casi tres horas aún para cruzar esa puerta, ya atestada de gente, a pesar de no haber habido turno de mañana. Sin hambre, acabamos en un Vips picando algo, con los nervios reconcentrados y la atención dispersa, mirando a todas partes y viendo a más mires por doquier. Quise hacerme la Sira Quiroga y averiguar qué planes tenían los demás, pero no estoy hecha para el espionaje.
Paseamos por el Barrio de las Letras, y por vez primera miré con otros ojos a esas fachadas: a pesar de ese scalextric que iba a toda pastilla en mi estómago, a pesar de que podía ocurrir cualquier cosa. Porque Madrid, en cuestión de minutos, iba a convertirse en mi nueva ciudad.

Y es que no tuve que echar mano del plan B. “Buenas tardes”, “Buenas tardes”. DNI, pegatina roja y p´adentro. Un pasillo laaaargo, largo. Y flechas a lo largo del mismo: “Elección de plaza MIR”. Mariposas.

Casi una hora de espera. Los electores íbamos pasando y tomando asiento donde nos indicaban. Yo tenía frío, tenía calor. Me escribía por whatsapp con mi copilota favorita. Bebía agua. Cualquier cosa era válida para tratar de aplacar mis nervios. Aunque fuera en vano. Mirada furtiva a la izquierda: “Izaskun noséquéberría”. Bien. “Esta chica seguro que tira para el Norte”, me digo. Mirada furtiva a la derecha: el novio de mi (rezaba, por aquel entonces) coR. Paranoia. Total y absoluta. Perfectamente sistematizada, señores. “Seguro, ¡seguro!, que coge lo mismo que ella, y va y me la quita. ¡Este chico me la quita!”. Veía el fin. Lo veía con claridad. Y mi plan B me saludaba sonriente desde el otro lado, y yo no quería mirarle, ni de reojo siquiera: “Es que no te conozco, Ramón, querido, sólo hemos hablado por teléfono”, le decía, dándole largas.

Pero lo repetiré hasta la saciedad mientras dure la racha: chica con suerte, ésa soy yo. Los 10 primeros suben al estrado: Psiquiatría, Urología, Oncología, ¡Traumatología!, cogió aquel al que yo daba por ladrón seguro. Granada, Tenerife, Zaragoza. Bien: vamos bien.
10 siguientes: ahí estoy yo. Cojo todos mis cachivaches y subo. Sigo atacaíta. Me adelantan por la derecha, ras: 1764, mi predecesor, que dice que espera a la novia. ¡Qué bonito es el amor; más, si cabe, en este preciso instante! ¡Un contrincante menos! 
Siguen eligiendo, y mis dos ansiadas plazas siguen ahí. De repente, adiós nervios. Adiós a meses de dudas, de medias tintas, de incertidumbre. Sólo quedan dos por delante de mí, y la primera persona no la ha escogido: sé que mi plaza es mía. Hola alegría indescriptible, hola subidón de adrenalina. Me acerco a los funcionarios y lo digo, muy clarito: Anestesiología y Reanimación en el Hospital Universitario 12 de Octubre de Madrid. Y, digo yo, debió embargarme la emoción, porque, casi levitando, sonrisa puesta “de lao a lao”, me dispuse, tan pancha, a bajar del estrado sin pulsar el archifamoso enter. Carcajada general por parte de los 330 compañeros que permanecen en sus asientos. Me uno a ellos, y pulso el botón. Ahora sí :) 

Salgo casi corriendo por el pasillo. Otro control de seguridad: me quitan la pegatina y me dan la enhorabuena. 
Salgo a la calle: son las cuatro en Madrid. 
Mamá. 
Tremendo abrazo. 
Conseguido :)

sábado, 12 de abril de 2014

La pregunta del millón

11 de abril, es casi medianoche. Adormilada tras ver la peli mala de la 1, lucho un rato más contra mis párpados, que tienen ganas de cerrar el chiringuito por hoy. Porque hoy es 11 de abril, y…

…¿Sabes?, hoy ha sido un bonito día. Amaneció algo nublado y con dieciocho grados a la sombra: impropios, o quizás no tanto, de este loco abril. Paseíto mañanero con una Reina recién bañada, reluciente y suave como un abrigo de visón, saludando a los patos de la charca del colegio y haciendo planes para ir en busca de los flamencos de otra.
Recogimos las notas de Miguel en mi viejo instituto. Necesitaría una “charla” tuya. Aunque le entraría por un oído y le saldría por otro; ¡qué te voy a contar yo a ti de la edad del pavo, después de que te tragases la mía por entregas semanales! Al llegar allí, encontrábamos el hall invadido por un mercadillo solidario que los chicos del penúltimo curso organizaban para ayudar a una de sus compañeras. Fue emocionante comprobar que aún queda gente buena. Que el mundo no es tan malo. No sé: puede que peque de ingenua. Ya veremos si me cura o no de espanto la vida.

Y volvimos a casa. Y preparamos tarta de queso, y galletas, y dejamos el horno abierto para que el olor de casa no tuviese nada que envidiar a la mejor bakery del mundo mundial. Los compartimos, con café y cháchara, con las primas. Después se marcharon, y, ¿sabes?, fuimos a misa. Hoy fue viernes de Dolores, y en San Agustín no cabía un alfiler, pero hoy ha sido once de abril, y ya van cuatro seguidos. No te voy a engañar: ni me reconforta ni me parece suficiente, llamémosle homenaje, que el cura sencillamente lea tu nombre, colocado al azar en una lista de difuntos que se me antoja interminable. Porque, ¿sabes?, yo te recuerdo cada día. O casi cada día: ya sabes que al tiempo y al vivir les gusta hacer de las suyas y esconder los recuerdos entre las prisas. Y te sigo echando de menos. Y cuando escucho a Pereza en la radio te pienso; y no porque te gustase (tú eras más de La madre de José), sino porque tú realmente eras la estrella de los tejados, lo más rock´n roll de por aquí.  Ojalá estuvieras aquí, para llamarte tita Nati; ya hace tiempo aprendí que la familia es mucho más que simple sangre. Ojalá en estas largas vacaciones me hubieses seguido escuchando la sempiterna pregunta, y ayudando a mamá, la pobre, con la cabeza como un bombo (y es normal…), a sobrellevarlo.

Y ojalá estuvieras aquí para no tener que despertar a mis dedos los onces de abril para escribirte: preferiría hablarte, darte un abrazo, reír contigo, agarrarte tus manos nudosas y también “del bracete” para ayudarte a salvar algún escalón. Y también, ojalá, para contarte que, tras mucho divagar, logré responder, no sin ayuda, a la pregunta del millón: de mayor, Nati, voy a ser anestesióloga.


No te enfades, “jodía”, que por mucho caso que te hubiese hecho convirtiéndome en médico de viejas, mala paciente iba a encontrar en ti ahora que ya no estás. La parte buena es que, desde ahí arriba, seguro me ayudarás a que mis pacientes tengan “un buen vuelo”. ¿A que sí? :)

martes, 18 de marzo de 2014

Esta tarde: de ganas y presentes.

Por no tener orden ni concierto, por no querer dejar tiradas a palabras que mucho me ha costado escribir –y ahora comprenderán por qué- , hoy me excedo y "hablo" de más. Hablaré de regalos y hablaré de ganas.

En un día de mir vida les contaba, hace ya algún tiempo (qué rápido pasó, en el fondo), que cuando salía- y salgo- a pasear a Reina por la mañana- mañanas gélidas, mañanas frescas, mañanas de viento y de calma, mañanas bochornosas que hacen, en verano, que nos demos la vuelta antes y con tiempo- miro hacia arriba. Es una secuencia aprendida e inconsciente: salgo, tomo conciencia de cuánta luz hay ahora en la calle, miro a un lado y a otro, y, cuando alguna casa más baja deja el espacio suficiente, miro al cielo. Cielos de primero de agosto, cielos de diciembre, cielos de luz cegadora y cielos de gris. Y cielos recién levantados, eso siempre. Por obligación o por placer (aún cuando me tomen por chalada), suelo madrugar. Puede que sea también un poco de ansia viva, egoísmo al fin y al cabo. Porque, cada vez que madrugo y miro al cielo, recibo un regalo. No fue fácil darme cuenta, y es que creo que es cuestión de práctica, de pararse a observar. El regalo está ahí, pero no esperes un bonito papel floreado y cintas de colores, no: es TU propia elección, como en un dichoso examen tipo test con cinco opciones, el que cada día nuevo sea un presente-con sus múltiples acepciones-. 

...Dicen que “Cuanto menos haces, menos quieres”. Eso, o algo parecido, es lo que hay quien dice tratando de justificar la pereza. ¡Ay, la pereza! Con qué pasmosa facilidad se abre paso la pereza en esta mi vida ociosa. Cómo llega, discreta pero segura, y ahueca cojines para instalarse en mis días vacíos de preocupación real. Estos días que tanto deseé se me escapan, distraídos, de las manos como el viento arranca un papel que no sujetabas con fuerza suficiente. Tedio y pereza que pretenden arrasar con todos y cada uno de los puntos negros que preceden a cada ítem de aquella lista que elaboré, “Cosas que hacer después del MIR”, y que reside a caballo entre mi cabeza y mis cuadernos.  

Tienen un efecto sumativo vagancia y sueño: cuantas más horas gasto durmiendo, más ganas de volver a la cama tengo al despertar. Y yo, que soy muy ahorradora y creo que mi tiempo es un regalo, cuando veo que acechan me meto en mi papel de reinona medieval tremendamente poderosa y los destierro, como si fuesen los más peligrosos villanos del reino. Ojo: esto no es una norma general. Si así fuera, la habría patentado y estaría forrándome a costa de la tremenda productividad del mundo en general. Obedece más bien a esa frasecita de marras que, pongamos por caso, nos repetían con frecuencia en nuestra más tierna infancia cuando no teníamos ganas, por ejemplo, de hacer la tarea de, por ejemplo, Mates: “Si no tienes ganas, las pintas”- un breve inciso: a mí Mates es que me producía hasta dolor de barriga-. Y sí, aunque cuesta (como todo) las ganas también se pintan. Actitud, que las llaman también.

Esta misma tarde me he obligado a agarrar pinceles y ponerme a ello. Un mes es el tiempo que resta para que el día M (de MIRnisterio de Sanidad) haya llegado. El día en que he de decidir el rumbo de mi vida (no sólo profesional, aunque así lo parezca). Y, como el reloj comienza a pisarme los talones, esta tarde, con la luz a la espalda, la Gorda al sol y los pajarillos volviendo a cantar en estos días de marzo, cuaderno en mano, he escrito pros y contras de las 3 especialidades que contemplo escoger *. Escrito, sí: no hay nada como “pintar” pensamientos. Cuando no los atrapas en papel, cogen una velocidad de vértigo: resulta mareante. Llevan razón quienes dicen que no hay que darle tantas vueltas a la cabeza (y permitidme un consejo, chicas-exclusivamente-: si sufrís de síndrome premenstrual NO le deis vueltas al coco en esos días. Puede parecer una tontuna o una obviedad, pero pensar con el humor alterado juega en tu contra).

Esta tarde, más tarde, con el sol cayendo, hemos salido a pasear, otra vez. A buscar esos regalos: en forma de atardecer, de caricia del viento, de caricias a la peluda de Reina. De sentirse útil porque unas chicas se te acercan a ver si las puedes ayudar con una dudilla de su trabajo de inglés. De seguir sacando conclusiones: eso sí que es un regalo para una indecisa nata como yo. Hemos salido a conversar con don Urbano un ratín: “¡Si usted viera, don Urbano, cómo están ahora los almendros!” . A saludar a los vecinos a los que se saluda con más alegría que puras formas. A desterrar también al invierno, a sabiendas de que aún vendrán días de frío intenso.

Esta tarde, en definitiva, hemos salido a pintar las ganas, o a sacarlas del baúl; qué importa: el caso es que se pasen por aquí con asiduidad. Y mañana, a estas horas, tras vagar como alma en pena por distintos hospitales, estaré de vuelta en casa con un cuaderno cargado de información y, ojalá, de más conclusiones.

*Para los curiosos –yo tiro la primera piedra- , y porque toda opinión y ayuda será bienvenida, las especialidades que me planteo son Anestesiología, Pediatría, y Ginecología y Obstetricia. Ah, y algún día os contaré quién era don Urbano ;)






jueves, 6 de marzo de 2014

De jornadas postmir y bombas de Hiroshima: sacando conclusiones

Yo quería ser camarera de discoteca. Tal cual. Ni peluquera, ni profesora, ni médico. Bajo ningún concepto me imaginaba siendo médico. Cómo siquiera iba a pasárseme por la cabeza a mí. Yo, que con apenas ocho años, entre clase y clase en el conservatorio, hacía una visita al trabajo a mi madre, matrona, a la que solía pillar “con las manos en la masa”. Y no sabía ya qué hacer, si apretar los dientes, taparme los oídos, clavar las uñas al sillón, o salir huyendo despavorida para no escuchar los alaridos de dolor y la letanía resignada de las parturientas. Yo, que apenas entraba por la puerta del hospital y ya notaba los síntomas del presíncope. Yo, que convulsionaba ante la visión de la sangre.

Años después estoy aquí, disfrutando como puedo de las vacaciones más largas de mi historia mientras varias mini-yo convertidas en futuras médicos especialistas se tiran los trastos a la cabeza dentro de la mía propia para ver cuál de ellas gana la partida en este juego, más complicado de lo que pensaba, del “¿Qué vas a ser de mayor?”.

Por unas u otras razones, me hablaron de la preparación del MIR en sus múltiples facetas, pero nadie me contó que la bomba de Hiroshima haría explosión a pequeña escala en mi centro de la decisión, que, con todos los centros que posee el señor cerebro, digo yo que también andará por ahí. Y, bueno, no se lo cargó del todo, menos mal; pero sí causó desperfectos que lo removieron lo suficiente como para apuntarme a las “jornadas postmir” de mi academia. Total, si no me servían de mucho al menos me reunía con mis chicas en Madrid.

Bajamos del bus en Avenida de América buscando encontrar algo de claridad en medio de la maraña de inconexiones y emociones que durante días y días han fustigado mi pobre cabeza, a veces al borde de la claudicación. Buscaba escuchar de boca de adjuntos y residentes alguna palabra mágica que abriese una puertecilla en el fondo de mi ser para dejar salir a esa sensación, que sé que tiene que estar en algún rincón, ésa que te dice “la has encontrado, esta es tu especialidad”. Quería ver la luz. Esperaba que, con esos lemas en los que tanto se recrean las academias MIR (lemas un poco película americana, como “sois triunfadores”), mi pobre autoestima, maltratada en este subir y bajar de puestos, se repusiese un poco.

Ay, ¡pobre ilusa de mí! No sabía que, si no formas parte de ese submundo feliz y afortunado de “los mil primeros”, te daban una palmadita en el hombro y te mandaban suavemente a ir pensando en otra especialidad, como si un hospital pequeño no pudiese ser, ni por asomo, bueno para formarte en algunas de ellas. Qué puñetera es la suerte, qué perra esa neta y pico que te sube o te baja cientos de puestos y te hace sentirte inferior, cuando en realidad eres tanto o más merecedor de esa plaza como aquel que sí accederá. Como dijo el doctor Marañón “las oposiciones son el más sangriento espectáculo nacional después de los toros”.

No obstante, asumida la “realidad” y desechados los pensamientos absurdos y derrotistas, estoy contenta: estos días, algunas de las charlas y las visitas a hospitales me han servido para sacar algunas conclusiones. Buenas conclusiones, y buenas vibraciones. Y no, no he visto la luz ni he escuchado ninguna palabra mágica, pero alguna mariposilla perezosa ha hecho de las suyas en mi estómago: un poquito, otra vez, para así dar un respiro a mi cabecita loca. Ahora sé que puedo empezar a elaborar la famosa lista: mi lista.



miércoles, 12 de febrero de 2014

Sumial, I missed you


Han pasado ya unos cuantos días desde aquel día importante. Tantos como doce, tantos como que nos encontramos ya inmersos de lleno en “la semana del amor”, o al menos así se empeñan en hacérnoslo creer Mercadona y su tributo a una única canción de Karina y escaparates varios.
Pero yo vengo a hablarles de otro amor. Un amor platónico (aprendí su significado en Lisboa), un amor añorado sin haber sido siquiera conocido. Y es que no sé si es que quiero predicar con el ejemplo y es por eso por lo que no me prodigo en lo que a automedicación se refiere, o quizás sean las ansias de que mi voluntad resulte siempre invicta en ese tira y afloja que se traen entre manos ella y mi fisiología. El caso es que, Sumial, querido, te eché de menos. Te extrañé durante cinco extenuantes horas, a pesar de no haberte conocido nunca. Te añoraron mis tripas, mis manos sudorosas, mi corazón taquicárdico.

Comparaciones más o menos fundadas aparte, yo he venido aquí a hablar de mi MIR. Poco puedo decir que no se haya dicho ya, pero sé que dentro de unos años me gustará volver sobre mis palabras y reírme, o lamentarme, quién sabe, en función de qué consecuencias reales traiga esta “prueba selectiva” a mi vida futura.

La mañana transcurrió lluviosa; desayuné con la mirada algo perdida, combiné modelitos varios, hasta dar con la selección que me permitiese ir mona a la par que abrigada, me duché y sequé el pelo mientras cantaba y bailaba. Cualquier actividad, por ridícula que fuese, me parecía una estupenda manera de echar a patadas los pensamientos intrusivos sobre tratamientos y pruebas complementarias. Porque “no estéis nerviosos”, nos aconsejaron. Pero, creo, es lo que toca, si es eres un opositor perteneciente al común de los mortales (gente de piedra, os doy mi enhorabuena).

Mediodía: platazo de pasta, mimetizándome con los británicos en lo que a horarios respecta, y 115 km. 45 minutos antes de la gran cita aparcábamos, en doble fila, frente a las aceras abarrotadas de un edificio que, aseguraría reúne tanta concurrencia sólo de año en año, de “-IR”, en “-IR”. Las puertas, cerradas aún a cal y canto, exhibían las listas que, para bien o para mal, ya no me hacía falta ni mirar. Mi copilota favorita ya está por aquí: nos acercamos a un bar, overbooking en los aseos. Volvemos con los nuestros, tratamos de relajarnos. “No os pongáis nerviosos, tomáoslo como un simulacro más”. Lo intentamos, pero no: sin duda no fue un simulacro más, ni nuestro mejor simulacro. Nos acercamos a la puerta: nos entregan revistas y panfletos varios. Abrazos, besos, SUERTE.
Buscamos el aula. Hay caras de alivio, hay ojeras, hay caras de pocos amigos. Antes de comenzar el llamamiento, pregunto a las señoras del tribunal si permiten usar tapones. “Menos mal”, me digo mientras desgarro el envase de unos que compramos expresamente para este día. Rompo la caja, no a propósito. ¿Será una señal acerca de lo extraño de las horas venideras, será la tensión?
Nos van llamando. “Suerte, suerte, suerte”, es la palabra más pronunciada, danzando entre susurros mientras los compañeros van entrando. Mi turno. Mi sitio: arriba del todo, a la izquierda, sin nadie a tres lados y un hombre a mi derecha que, en el suelo, ha colocado tan pancho unos apuntes de EPOC perfectamente encuadernados. Sólo veo la portada; ¡supongo que no le dará por abrirlos!
Ya estamos todos. Nos leen las normas, que ya conocemos. No hay anécdotas, no  hay risas ni tampoco demasiada seriedad. Quedan veinte minutos para las cuatro. Y ahí, Sumial, es ahí cuando empecé a echarte de menos. Traté de mantenerme calmada. Paseé la mirada a mi alrededor tratando de encontrar algo en lo que fijarla y encontré consuelo en mi botella de agua. Miraba el agua ondular en la superficie y respiraba. No sé durante cuánto tiempo lo hice, pero me tranquilicé. Abren la caja, sin voluntarios; fuimos todos testigos, confiábamos en el precinto, como en tantas cosas. Un folio rojo cubre todos los cuadernillos, pero los exámenes son blancos. Y, lo descubrí enseguida, penosamente sujetos por sólo dos grapas.
Comprobamos el número de páginas. Llegan los cuadernillos de imágenes, y repetimos procedimiento. Mmmm, parecen raras. Uff, tres placas de tórax (sí, esas cuya videoclase ni miré. Aplausos). “En fin, respira”, vuelvo a repetirme.

16.15 h. Cinco horas por delante. Empecemos.

Una extensa selección de preguntas de Miscelánea desfilan ante mis ojos. “¡Mieeeerda…!”, me sale solo: me parecen extrañas. “Bueno, seguro que en seguida llegan las normales”, me prometo a mí misma. Y sí, llegaron, pero a cuentagotas. Intento leer todo lo rápidamente que puedo, para contestar de igual manera. Pero no. Preguntas que exigen bastante reflexión, mucha fisio básica (y por básica ignorada, “no rentable”), mucha farma, genética. Miscelánea, maldita miscelánea que nunca supera las 10 preguntas salvo este año. Así pues, la reflexión, e incluso para algunos el hecho de empezar a y cuarto, descolocaron unos periodos de tiempo que teníamos más que trillados. “Tuve que correr”, que cantaba Antonio Vega. Aislada del escaso ruido por mis benditos tapones, no miré a mis compañeros buscando consuelo en esas caras de bobo que dicen “yo estoy igual”: no me daba tiempo. Mi pobre cocacola zero y mi chocolate con naranja y almendras me hacían compañía en la mesa ansiando su destino, léase mi estómago, que nunca pudieron alcanzar: no me daba tiempo. Me sobró la ropa, me acompañó el sudor en las manos por primera y única vez, mi corazoncillo valiente se abandonó al cronotropismo positivo. Exhausta, dieron las 21.15h. Me sentía como un piloto de F1, con no sé cuántos kilos menos, y en la boca un sabor que no supe identificar, tirando a amargo. Las ganas de abandonar esa aula tan fea cuanto antes se enredaban con las de reír o llorar. Cuánta tensión acumulada, Dios mío. “Pa habernos matao”. Por fin salimos, y confrontamos sensaciones. Me tranquilizo: nos hemos sentido todos igual de “tontos”.

En el hall,  caras conocidas, gente con sidra y confeti. Yo, sólo busco a mi madre. La abrazo, y no es que esté triste (me sentía despersonalizada y desrealizada, anestesiada), pero lloro. Será la tensión, será el cansancio, será la rabia por no haber tenido la oportunidad de dar lo mejor de mí. Por lo atípico, por lo inesperado, por lo raro, raro, raro. Y, creo, las múltiples impugnaciones que se están solicitando nos dan la razón.

Después de más de veinte simulacros y meses de dedicación plena, creo que iba muy bien preparada para un MIR “normal”. Y es que nos repitieron hasta la saciedad que confiáramos, que no malgastásemos energía en pensar que “nos iban a poner cosas difíciles”, ¿podía alguien anticipar “esta broma” del Ministerio? ¿Debí cambiar mi táctica y haberme dejado más en blanco, desafiando a la costumbre? No sé, no sé, no sé.Domingo y lunes los dediqué a un particular duelo por la desaparición de esta fecha en mi calendario. Algo así como si me hubiese dejado el novio, pero sin novio. El martes volví a entrar en contacto con el mundo real: marujear en los supermercados con mi madre me ayudó (aunque me sentía un poco como el Gurb de Eduardo Mendoza). Y ahora, entre impugnaciones y recuperación de horas de sueño, vuelvo a la vida en este febrero helado y lluvioso de vacaciones, a la espera de datos definitivos para poder responder a la última pregunta del MIR: qué voy a ser de mayor :)

viernes, 31 de enero de 2014

Uno de febrero. Un día importante

En los días importantes de mi vida suele llover. Los días importantes, además, no siempre suceden  tal cual los esperabas. Pero me gustan estos días importantes. Contribuyen a reafirmar mi condición de humana, ésa que a veces me empeño en obviar.

Hoy el orden del día era sencillo. Misma hora para el toque del despertador, mismo café, seguir un día más el plan establecido. Pero hoy, precisamente hoy, cansancio y temores, absurdamente normales a estas alturas, han decidido que era el día en que querían entrar en escena. 

Así que la mañana de mi día crucial no ha sido lo que tenía que ser: puedes fallar, puedes caer, puedes llorar, puedes pensar de modo ridículo que "no te acuerdas de nada".  Pero, ¿sabéis una cosa? No pasa nada, si después te levantas. No pasa nada, porque en el fondo sabes que no será tan terrible. El resto del día, y aunque el cielo seguía estando gris, y la niebla envolvía todo, fui a ver a mi abuelo, el pobre, al que he tenido “olvidado” durante meses (ah, por cierto: se dice “beringuitis”, y no meningitis, que lo sepáis ;). Paseé con Reina, apoyada una vez más en el mejor y más fuerte bastón del mundo mundial: mi madre. Recibí tanta, tanta fuerza y tanto apoyo que hasta en un arrebato de locura me dije “No me importaría volver a preparar el MIR”, sólo por recibir tanto cariño de golpe.

Por eso, mañana, probablemente, volverá a llover. Será un día importante.
MIR 2014, nos vemos a las cuatro. 

:)

sábado, 18 de enero de 2014

Ésa

¡Eh, tú! Sí, sí, tú. Esa que vive al otro lado de unas ojeras de dimensiones hasta ahora desconocidas. La que se extraña ante el espejo porque ni de mirarse tiene tiempo. La que, érase una vez, cabía dentro de todos sus pantalones y ahora tiene una selecta y preciada, pero escasa, colección de prendas “cómodas, holgadas y calentitas” para los simulacros. O la que se pierde dentro de sudaderas que se le han quedado tres tallas más grandes, efecto del hiperperistaltismo que nos corroe. La que sabe con qué fármacos puede atacar un acné mientras el suyo propio vence la batalla una y otra vez y se pasea, poderoso, por rincones varios de su cara. Esa cuya musculatura paravertebral  vive en permanente contractura, y se empeña en cifosarte progresivamente, en sinergia con los cabezazos “sueño mediados”. Esa que acumula FRCV y de ETV-TEP, en forma de horas, y horas, y horas, de sedestación y visitas a los armarios carbohidratados e hipercalóricos de la cocina. La que los sábados por la mañana, los “benditos medios días de descanso”, experimenta cual yonki los síntomas de su estudiodependencia. Esa cuyo vocabulario, ya lo estáis comprobando, dejó hace tiempo de ser normal para llenarse de “esas palabras tan raras que usan los médicos”.

Sí, tú. Tranquila, que tu síndrome pseudobulbar (risa y llanto inapropiados e incoercibles, entre otros) se va a marchar por donde ha venido. Que serás capaz de vivir, y muy a gusto, sin manuales y todo tipo de artículos de papelería. En dos semanas. Exactamente. Ni más, ni menos.

Y, ¿sabes una cosa? Cuando sean las 16.00h, en el Aula 10, te despojarás de inseguridades y lucharás las doscientas treinta y cinco preguntas. Sabrás cómo hacerlo. Básicamente, porque “te lo has currao”. Y mucho. Muchísimo.

Confía. Todo saldrá bien :)


Como dijo nuestra gran maestra: "Adelante, mis valientes".