sábado, 27 de diciembre de 2014

Feliz e (im) perfecta Navidad

Miento como un bellaco si pretendo fingir que la Navidad no me entra por los ojos. Yo, que si existe la reencarnación bien pude haber sido elfo en Laponia en otra vida, o, qué sé yo, el camello de Melchor, o la estrella de Oriente. El mismísimo pesebre, incluso. Lo que sea; cualquier contexto cultural me vale mientras tenga algo que ver con los días que rodean al veinticinco de diciembre. Miento si niego que me vuelvo completamente majara cuando octubre se quiere acabar, y aún paseando en mangas de camisa, las bolas de nieve, las guirnaldas y los catálogos de juguetes empiezan a desbancar de las estanterías en los templos del consumo a chanclas, bronceadores y otros restos del sol. Sufriría una hipertrofia nasal que ni Pinocho si tratase de ocultar que cada vez que salgo del gimnasio tengo que luchar contra mis pies para que no entren en el Tiger que hay justo al lado a caer en la tentación, pues corro el serio peligro de salir del lugar armada con cachivaches varios y tremendamente útiles como puedan ser tres angelotes, un reno o moldes para galletas que luego nunca hago porque no tengo ni tiempo ni espacio para un michelín más.
Así que sí: soy el antigrinch y debería haber nacido en Finlandia. 

Por eso adoro diciembre. Incluso con su consumismo y su derroche. Adoro desparramar por el suelo adornos de todos los colores aunque siempre termine escogiendo los rojos. Pelearme con las luces para, al cabo de un tiempo no inferior a cinco eternos minutos, lograr desenredarlas. Oír a la Gorda roncar de fondo, agotada y con el hocico lleno de purpurina tras el esfuerzo titánico de haber inspeccionado las bolsas de adornos una por una. Emocionarme con la novedad que me ofrece Madrid en el horizonte desde el pasillo de quirófanos cuando se despoja de su nube de humo descubriéndome la nieve a lo lejos. Tratar en vano de aprenderme villancicos en inglés para cantarlos todo lo a voz en grito que me permita el catarro de turno, y partirme de risa cuando descubro que se los he pegado a mi madre y a mi mejor amiga. Que por las noches en la tele pongan películas de Disney y poder hacer maratón sin remordimientos ni madrugones. La competición silenciosa y deslumbrante de las fachadas del barrio por dictaminar cuál se lleva el premio a la iluminación más chirriante y epileptógena.

Así pues, es comprensible que una vez más tiendan ustedes a tirar de estereotipos y me tilden de moñas, imaginándome envuelta en un halo de luz tenue, paz y armonía las dos últimas semanas de diciembre, mientras la voz de Ella Fitzgerald ronronea en un gramófono de altavoz dorado a 33 rpm.

Pero no. A la Fitzgerald la interrumpen cada tres canciones sin excepción los anuncios de Spotify, porque no soy Premium. Puede que haya una tenue luz, sí, pero no procede de esa dichosa velita algo snob que me tienta de diciembre en diciembre. Y no: la meteorología este año tampoco nos deja vivir una blanca Navidad. Comprensible si a medio día el termómetro alcanza sin gran esfuerzo los quince grados centígrados.

No obstante, una cuenta entre sus defectos y virtudes con la testarudez. Así que, empeñada en edulcorar mi veinticinco de diciembre y completar mi galería de Instagram con la imprescindible foto del abeto, ahí estaba yo: a ras del suelo, cámara en ristre, tratando de hacer la perfecta foto navideña, obstinada en que la Gorda se tumbase junto al árbol para obtener una idílica postal de revista de decoración. Quería crear una imagen que destilase hogar por cada uno de sus píxeles. Para, después, complementarla con la pertinente parrafada versando sobre turrón, paz y armonía, que para eso estoy de vacaciones y volver a casa me devuelve la inspiración que Madrid no me roba pero sí me esconde tras su vértigo. Pero la tele encendida y el chunda-chunda escapándose de los cascos de mi hermano hacían demasiado ruido. Y la Gorda, harta de mi complejo de fotógrafa de pacotilla del AD, en lugar de echarse al parquet a poner su habitual cara de perra dócil y adorable, agarró uno de los peluches de debajo del árbol con el firme propósito de arrancarle los ojos y sacarle el relleno.
Aunque al final logré salvar al pobre muñeco de trapo a cambio de un yogur que terminar de rebañar con su inmensa lengua perruna, Reina me recordó que esto de vivir va, en definitiva, de planificar menos y de improvisar más. De caos, de informalidad. De feliz e (im) perfecta Navidad. Que la vida no tiene que ser perfecta para ser maravillosa. Que no es Navidad si no tienes que recorrer la casa de abajo a arriba a la caza y captura de al menos cuatro modelos distintos de silla; veinte culos son muchos culos que sentar cuando la familia crece :) No es Navidad si cuando acaba no sales de casa rodando como las albóndigas que, reconózcanlo, todos nos llevamos en un tupper. No es Navidad si no te pasas tardes y tardes buscando atuendo para el enésimo evento, cuando sabes que, en verdad, lo único que importa es llevar los labios bien rojos y acabar con la suela del zapato llena de restos de confeti y cachitos de cristal cuando has bailado de verdad. No es Navidad si nadie mira con gula la última croqueta, a sabiendas de que tita Rosa, que siempre vela por nuestra nutrición, freirá más en breve.
Y esta vez no es Navidad sin novedades. Qué de cambios en tan poco tiempo. En doce meses he pasado de vivir pensando en netas a salir de guardia, dormir lo imprescindible porque me pueden las ganas y agarrar un volante que llevaba meses sin tocar, para volver a casa y encontrarme una bienvenida que dejó en mantillas al mismísimo anuncio de “El Almendro”. De ser los de siempre sentados a la mesa, a que este año se hayan sumado “ésta” y el bebé más mofletudo del mundo, que presidió la mesa enfrente del ahora bisabuelo. “Ochenta y siete años de diferencia, pero ninguno tiene dientes”.

En mi Navidad nadie va a tocar al timbre y a decirme “to me you are perfect”, porque, en el fondo, mi imperfecto diciembre no es más que la vida sucediendo. Aunque tiempo atrás se me pusiera patas arriba, al final la vida se remienda sola. Y qué maravilla volver a reír en la cocina de forma explosiva. Abrir un buzón saturado de las cartas que mi casera se empeña en no recoger y encontrar una postal que te hace morir de amor. Qué maravilla desearles un poco más de bueno de lo habitual a los de siempre, y a los recién llegados que, espero, hayan venido para quedarse. 

...Feliz e imperfecta Navidad :)

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