Miento como un bellaco si pretendo fingir que la Navidad no me entra por
los ojos. Yo, que si existe la reencarnación bien pude haber sido elfo en
Laponia en otra vida, o, qué sé yo, el camello de Melchor, o la estrella de
Oriente. El mismísimo pesebre, incluso. Lo que sea; cualquier contexto cultural
me vale mientras tenga algo que ver con los días que rodean al veinticinco de
diciembre. Miento si niego que me vuelvo completamente majara cuando
octubre se quiere acabar, y aún paseando en mangas de camisa, las bolas de
nieve, las guirnaldas y los catálogos de juguetes empiezan a desbancar de las
estanterías en los templos del consumo a chanclas, bronceadores y otros restos
del sol. Sufriría una hipertrofia nasal que ni Pinocho si tratase de ocultar
que cada vez que salgo del gimnasio tengo que luchar contra mis pies para que
no entren en el Tiger que hay justo al lado a caer en la tentación, pues corro
el serio peligro de salir del lugar armada con cachivaches varios y
tremendamente útiles como puedan ser tres angelotes, un reno o moldes para
galletas que luego nunca hago porque no tengo ni tiempo ni espacio para un
michelín más.
Así que sí: soy el antigrinch y debería haber nacido en
Finlandia.
Por eso adoro diciembre. Incluso con su consumismo y su derroche. Adoro
desparramar por el suelo adornos de todos los colores aunque siempre termine
escogiendo los rojos. Pelearme con las luces para, al cabo de un tiempo no
inferior a cinco eternos minutos, lograr desenredarlas. Oír a la Gorda roncar
de fondo, agotada y con el hocico lleno de purpurina tras el esfuerzo titánico
de haber inspeccionado las bolsas de adornos una por una. Emocionarme con
la novedad que me ofrece Madrid en el horizonte desde el pasillo de quirófanos
cuando se despoja de su nube de humo descubriéndome la nieve a lo lejos.
Tratar en vano de aprenderme villancicos en inglés para cantarlos todo lo a voz
en grito que me permita el catarro de turno, y partirme de risa cuando descubro
que se los he pegado a mi madre y a mi mejor amiga. Que por las noches en la
tele pongan películas de Disney y poder hacer maratón sin remordimientos ni
madrugones. La competición silenciosa y deslumbrante de las fachadas del barrio por dictaminar cuál se lleva el premio a la iluminación más chirriante y epileptógena.
Así pues, es comprensible que una vez más tiendan ustedes a tirar de estereotipos y me tilden de moñas, imaginándome envuelta en un halo de luz tenue, paz y armonía las dos últimas
semanas de diciembre, mientras la voz de Ella Fitzgerald ronronea en un
gramófono de altavoz dorado a 33 rpm.
Pero no. A la Fitzgerald la interrumpen cada tres canciones sin excepción
los anuncios de Spotify, porque no soy Premium. Puede que haya una tenue luz,
sí, pero no procede de esa dichosa velita algo snob que me tienta de diciembre en diciembre. Y no: la meteorología este año tampoco nos deja vivir una blanca Navidad. Comprensible si a medio día el termómetro alcanza sin gran esfuerzo los quince grados centígrados.
No obstante, una cuenta entre sus defectos y virtudes con la testarudez. Así
que, empeñada en edulcorar mi veinticinco de diciembre y completar mi galería
de Instagram con la imprescindible foto del abeto, ahí estaba yo: a ras del suelo, cámara
en ristre, tratando de hacer la perfecta foto navideña, obstinada en que la
Gorda se tumbase junto al árbol para obtener una idílica postal de revista de
decoración. Quería crear una imagen que destilase hogar por cada uno de sus
píxeles. Para, después, complementarla con la pertinente parrafada versando
sobre turrón, paz y armonía, que para eso estoy de vacaciones y volver a casa
me devuelve la inspiración que Madrid no me roba pero sí me esconde tras su
vértigo. Pero la tele encendida y el chunda-chunda escapándose de los cascos de
mi hermano hacían demasiado ruido. Y la Gorda, harta de mi complejo de
fotógrafa de pacotilla del AD, en lugar de echarse al parquet a poner su
habitual cara de perra dócil y adorable, agarró uno de los peluches de debajo
del árbol con el firme propósito de arrancarle los ojos y sacarle el relleno.
Aunque al final logré salvar al pobre muñeco de trapo a cambio de un yogur que terminar de rebañar con su inmensa lengua perruna, Reina me recordó que esto de vivir va, en definitiva, de planificar menos y de improvisar más. De caos, de informalidad. De feliz e (im) perfecta Navidad. Que la vida no tiene que ser perfecta para ser maravillosa. Que no es Navidad si no tienes que recorrer la casa de abajo a arriba a la caza y captura de al menos cuatro modelos distintos de silla; veinte culos son muchos culos que sentar cuando la familia crece :) No es Navidad si cuando acaba no sales de casa rodando como las albóndigas que, reconózcanlo, todos nos llevamos en un tupper. No es Navidad si no te pasas tardes y tardes buscando atuendo para el enésimo evento, cuando sabes que, en verdad, lo único que importa es llevar los labios bien rojos y acabar con la suela del zapato llena de restos de confeti y cachitos de cristal cuando has bailado de verdad. No es Navidad si nadie mira con gula la última croqueta, a sabiendas de que tita Rosa, que siempre vela por nuestra nutrición, freirá más en breve.
Y esta vez no es Navidad sin novedades. Qué de cambios en tan poco tiempo. En doce meses he pasado de vivir pensando en netas a salir de guardia, dormir lo imprescindible porque me pueden las ganas y agarrar un volante que llevaba meses sin tocar, para volver a casa y encontrarme una bienvenida que dejó en mantillas al mismísimo anuncio de “El Almendro”. De ser los de siempre sentados a la mesa, a que este año se hayan sumado “ésta” y el bebé más mofletudo del mundo, que presidió la mesa enfrente del ahora bisabuelo. “Ochenta y siete años de diferencia, pero ninguno tiene dientes”.
Aunque al final logré salvar al pobre muñeco de trapo a cambio de un yogur que terminar de rebañar con su inmensa lengua perruna, Reina me recordó que esto de vivir va, en definitiva, de planificar menos y de improvisar más. De caos, de informalidad. De feliz e (im) perfecta Navidad. Que la vida no tiene que ser perfecta para ser maravillosa. Que no es Navidad si no tienes que recorrer la casa de abajo a arriba a la caza y captura de al menos cuatro modelos distintos de silla; veinte culos son muchos culos que sentar cuando la familia crece :) No es Navidad si cuando acaba no sales de casa rodando como las albóndigas que, reconózcanlo, todos nos llevamos en un tupper. No es Navidad si no te pasas tardes y tardes buscando atuendo para el enésimo evento, cuando sabes que, en verdad, lo único que importa es llevar los labios bien rojos y acabar con la suela del zapato llena de restos de confeti y cachitos de cristal cuando has bailado de verdad. No es Navidad si nadie mira con gula la última croqueta, a sabiendas de que tita Rosa, que siempre vela por nuestra nutrición, freirá más en breve.
Y esta vez no es Navidad sin novedades. Qué de cambios en tan poco tiempo. En doce meses he pasado de vivir pensando en netas a salir de guardia, dormir lo imprescindible porque me pueden las ganas y agarrar un volante que llevaba meses sin tocar, para volver a casa y encontrarme una bienvenida que dejó en mantillas al mismísimo anuncio de “El Almendro”. De ser los de siempre sentados a la mesa, a que este año se hayan sumado “ésta” y el bebé más mofletudo del mundo, que presidió la mesa enfrente del ahora bisabuelo. “Ochenta y siete años de diferencia, pero ninguno tiene dientes”.
En mi Navidad nadie va a tocar al timbre y a decirme “to me you are perfect”,
porque, en el fondo, mi imperfecto diciembre no es más que la vida sucediendo. Aunque
tiempo atrás se me pusiera patas arriba, al final la vida se remienda sola. Y qué
maravilla volver a reír en la cocina de forma explosiva. Abrir un buzón
saturado de las cartas que mi casera se empeña en no recoger y encontrar una
postal que te hace morir de amor. Qué maravilla desearles un poco más de bueno
de lo habitual a los de siempre, y a los recién llegados que, espero, hayan venido para quedarse.
...Feliz e imperfecta Navidad :)
Me encanta leerte!
ResponderEliminarUna que ahora solo piensa en netas...