viernes, 23 de agosto de 2013

Secuestro veraniego en la más alta torre


Hace un rato, sigilosa, cómplice de la quietud de las largas tardes de verano que no debieran invertirse en otra cosa que no fueran siestas largas, asalté el frigorífico, más por aburrimiento que por hambre, y, vuelta escaleras arriba, me bebí un vasito de gazpacho bien frío (de acuerdo, un asalto en toda regla es sinónimo de cuchara sopera y excavación en tarrina de helado, pero…). Y me recreé en su color rojo, como lo hice con el olor de los tomates recién cogidos antes de que mamá los hiciera picadillo, literalmente. Y es que tengo que retomar las viejas y buenas costumbres, sobre todo en días (a punto estaba de escribir malos) regulares. Como escribir. Como la de ser más consciente de todo lo bueno que tenemos al alcance de la mano, la de sentirnos (sí, a nosotros mismos, porque estamos aquí, palpitando), la de no preocuparnos porque hoy no cumplimos con la planificación del día. Que mañana será otro día, y, como me dijo mi abuelo, con sus recién estrenados ochenta y seis curtidos años, tiene que haber de todos, buenos y malos. Contaba con ello. Incluso contaba con el “maldito karma”, que tan pronto hace que tu productividad sea cero como te quiebra las patas del somier para que te caigas al sentarte (verídico; ocurrido hace escasas horas.Que sí, que ése día se asoma el mal humor. Pero contaba con ello. 

(Hablando del karma, a La Gorda, en cambio, el karma ni le pasa de cerca: un huevo ha rodado por la encimera hasta precipitarse al suelo, y del suelo, crudo y con cáscara, enterito él, a su boca. ¡Pero qué bien sientan unas proteínas inesperadas!).

Así que, bueno, esta especie de secuestro consentido no podía sólo tener cosas negativas. Sigo aprendiendo, que es, probablemente, lo que más me gusta. Aprendiendo a obligarme a sonreír, porque funciona. A disfrutar de los escasos ratos libres. A saborear más que nunca el silencio; será porque escasea en estas noches de agosto. 
Mis bártulos y yo nos hemos trasladado arriba, alejados del mundanal ruido, creía yo, ilusa. “Huy, estudiando voy a tocar el cielo”, me dije cuando me dio la vena poética. Pero no: es el cielo quien me toca a mí, las narices, en concreto. Ah, y los martillazos del vecino. Y mis amigos los vendedores ambulantes. 
Bien. Continúo. Un maldito pájaro se planta en la antena de enfrente cada dos por tres y pía sin cesar. Pero bueno, qué leches: tengo un control del espacio aéreo que ya quisieran en Barajas. Eso sí, sin cobrar. Pero ya sólo por su sonido reconozco al helicóptero del Sescam, y sé que de diez a once los aviones, quién sabe por qué, hacen su particular reunión para romper, felices y veloces, la barrera del sonido. Pero aquí, tan alto, no me pierdo el arcoíris en las tardes de tormenta, y me abraza el olor a tierra mojada. Aquí, desde el tercer piso, veo cómo las tardes se rinden ante la ya menguante luna de agosto, cómo naranjas y azules se abrazan y se devoran cuando llega el ocaso.

Así que aunque este verano sea raro y en cuanto dan las diez sólo pienso en dormir, sé que todo pasará, que todo saldrá bien (“¡Adelante, mis valientes!”), y que, en unos meses, que llegarán antes de que nos hayamos dado cuenta, estaremos en Madrid decidiendo nuestras vidas. A pesar de que algunos no lo tengamos nada claro, a pesar de que últimamente mis sueños jueguen al escondite para que yo apenas los intuya. Pero “al andar se hace al camino”: seguiré recopilando pistas para dibujar el mío.

Como leí por ahí hace no mucho, “La vida es un 10% lo que vives, y un 90% cómo te lo tomas”. 




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