viernes, 14 de junio de 2013

De sueños y Medicina

La biblioteca estaba desierta. Claro, era domingo. El señor bien vestido de perilla estudiada enumeraba las bondades del lugar. Yo soñaba despierta una vez más, y a ratos pensaba en el terrible examen de matemáticas que me esperaba el lunes.  Creo que aquella fue la única tarde en que le puse empeño a los números. Para que, así, los míos cuadrasen. Mi madre me observaba con ternura, casi más ilusionada que yo. Debe ser eso, ternura, con lo que miran las madres para seguir queriendo estrujarte entre sus abrazos hasta casi la asfixia cuando lloriqueas, moqueas y pataleas como si aún tuvieses dos años, para seguir con el oído alerta cuando les cuentas la misma historia por enésima vez.

Años después supe que aquel domingo una chica analizaba con ojos de bruja de arriba a abajo unos metros más allá. Escudriñó mi aspecto;  supe que por el lazo, vestigio de mi aún reciente y reluciente edad del pavo, que me anudaba a modo de cinturón pensó que yo era una pija malvada sin remedio. Lo supe porque me lo contó, cuando resultó que yo no eran tan pija ni ella tan bruja, y se fue convirtiendo en una de mis mejores amigas.

De vuelta a casa diluvió en la carretera cuyas rectas y curvas he acabado por memorizar. A modo de aviso de que la lluvia me acompañaría en los días más cruciales de mi vida. Así que, que nadie se sorprenda si esta tarde hay tormenta.

Unos dos meses después supe que mi nombre y apellidos figuraban en la bendita lista de admitidos. El sueño despertaba. Aunque por aquel entonces ni yo misma sabía que era un sueño.

Fui una niña que jugaba a dibujar planos, a escribir malamente algún cuento, que quiso ser inventora y camarera de discoteca. Fui una niña desobediente: hice caso omiso de las advertencias de mi madre. Ella conoce bien las noches de insomnio,  las heridas que no cierran y que no paran de sangrar, las lágrimas que no encuentran consuelo y las vidas que se parten. Pero también sabe de pasión, de vocación, de belleza pura; de la felicidad personificada en cuerpecitos de dos kilos trescientos y padres recién estrenados son sonrisa de bobos. Ahora, ella se alegra casi más que yo de mi decisión.

En septiembre de dos mil siete seguía siendo una niña. Aún lo soy. Nunca se deja de crecer, nunca se deja de aprender. Esa niña se enfrentó un domingo noche a la soledad de un cuarto nuevo y una maleta roja. Sin ser siquiera consciente de que su vida, de verdad, acababa de comenzar.


Y han pasado seis septiembres, y han sucedido millones de momentos (ya os decía que no se me dan bien los números).
Primero y Segundo. La primera vez que recorrí el camino hacia el edificio de suelos grises, junto a mi copilota favorita y al oboísta de ojos grandes y abrazos mayores; cuando al llegar saludé a la “amiga de”. No podía haber muchas más con ése nombre, con esa estatura ;).  El primer día: la encuesta que nos pasó la señora del moño-ensaimada sobre “qué hace una chica como tú en un lugar como éste”. ¡Comenzar a ¿estudiar? la primera semana! “Módulo Cero”, nos dijeron. De acuerdo, vamos a por ello: ¡todo tuyo, chica! La euforia adolescente de los primeros días en “la resi”, las caminatas nocturnas en pijama, felices, para perdernos en algún bar. Con vosotras. Las fases 1, 2, 3, 4, 5. Y la merecedisíma fase 6. Las primeras veces jugueteando con el microscopio, hasta que, un día, logramos manejar el macro y el micro, y allí se disipó la niebla. Los eppendorf y el pipeteo en las interminables prácticas de Genética y Bioquímica. Y es que, “la lisina, si pudiera, ¡sería positiva de la muerte!”. Tardes, y mañanas, y tardes riendo y tratando de aprender algo en el subsuelo.
La primera disección no se me olvidará nunca. Se celebraba San Lucas, era octubre. Yo, que jamás de los jamases había visto más cadáver que el de algún triste animalillo, carne de cañón en la carretera, me apoyé, melodramática, en la pared antes de entrar. Exhalé, me convencí a mí misma no sé qué manera y entré para sorprenderme disfrutando al descubrir que las arterias tienen la pared gordita y no, ¡no son rojas!
 “Metaféis, anaféis, teloféis; si en inglés es casi igual, chicos”. Apuntes, apuntes, apuntes. En el título universitario deberían añadir “descifradora profesional de fotocopias ennegrecidas”. Comencé a alimentar la querencia por acumular fluorescentes de todos  los tipos y colores imaginables. Tantas veces traté de aprender el significado de esas palabras imposibles y otras tantas veces lo olvidé. Solución de continuidad. Gammaglobulinas. Rituximab. Pulso parvus et tardus.  Dignas del más malévolo de los conjuros de Harry Potter. Los temarios que pretendían que abarcáramos en tres semanas; pobres ilusos todos. Los lunes de fase uno de tiendas por el centro. Las inútiles exposiciones de fase 3. Las conversaciones gráficas en folios para matar el aburrimiento; fuimos las precursoras del whatsapp sin siquiera saberlo (deberíamos haberlo patentado, chicas). Ah, y el hombre de la máquina de café.
El ecuador, esa línea divisoria en que nos sentimos 3/6 de médicos. Las maravillosas clases de Semiología, y ésa clase de Radioterapia. Estudiamos, estudiamos, estudiamos. Codo, flexo, café. Café. Café. Café. Pero aquella primavera por fin nos abrió las puertas del edificio de las letras amarillas (y Pepe las del CAS). Y llegaron los pacientes, y tratamos con más o menos éxito de hacer nuestras primeras historias clínicas. Juan. Josefa. Benigno. “¡No, no! Te operaron de tatará-tas. Eran do-os”. Las primeras caminatas al “Perpe”. El día que la internista más maravillosa del lugar “me adoptó” y me hizo sentir que lo más mínimo que pudiera saber, ya era algo; con la que aprendí que a un paciente debes ofrecerle una sonrisa y saber que tiene nombre, y una historia detrás. Aunque su cama sea la 308-B, él no es sólo un número. Esas primeras veces en el quirófano, y la Rea: de ése día de prácticas no me olvidaré jamás. La primera y catastrófica OSCE. Y sus galletas y gominolas, el silbato, los biombos.
Cuarto. Dermatología. Pápulas, pústulas, ungüentos y modos casi de brujería. Psiquiatría; la más loca del lugar era yo. Los plantones en clase de Cardio, las prácticas en la UCI Coronaria, los electros que siguen siendo un misterio. Neumología: “¡Sóoooooooople fuerte!”, y espaldas cubiertas por los distintos colores de tres, cuatro, fonendos distintos. Ése médico: un auténtico dandy que huía de vez en cuando para volver, oliendo a tabaco y a perfume caro, y dar consejo antitabaco a sus pacientes. “Un placer; te has portado muy bien, señorita”, me dijo al acabar. Gine. Cómo mirábamos embobadas, matando el tiempo en el control, a los bebés que volaban en cunitas transparentes hacia nidos. Paritorio: el amor que se respiraba la noche que nació Vera, la cesárea gemelar, la gastrosquisis. Qué tarde salimos aquella noche, pero cuántos disfrutamos. Los rodeos para llegar a Eco de alto riesgo. Nunca me gustaron los caminos fáciles, y la casualidad bien merecía la pena.
Quinto: el drama. “Es imposible”, dijeron unos cuantos. “Es peor que Tercero”, se buscaban como excusa otros tantos. Pues también lo superamos. Las críticas a Natur House, las gordas que retienen líquidos o son hipotiroideas y las maravillosas clases de la doctora Lamas. Oncología. Le tenía miedo. La daba por odiada de antemano, ¡cómo no, con esas clases! Folfiri-folfox, folfiri-folfox. Me sorprendió. Me emocionó. Recordé qué es admirar a una persona cuando conocí a esos luchadores, que nunca te negaban otra historia clínica, otra exploración; jamás te hacían sentir como “otro con bata blanca que viene a dar el coñazo”. Que inundaban con su sonrisa enorme la habitación para saludarte al entrar. Que te hacían tragarte todos tus “horribles problemas”, a darte cuenta de lo que de verdad es un problema. Que lloran en silencio para reírse a carcajadas cuando llegan las visitas. Que pasean gotero y calvicie con una dignidad y un estilo que ya los quisieran muchos. Ahí es cuando aprendí que, ante todo, debo VIVIR.
Ésas clases de Anestesia, cuando sentí en lo más profundo que esto es lo que quiero hacer, cuando más lo necesitaba. A pesar de  “…Las situaciones tan jodidas que vais a vivir, porque eso es la Medicina”…“Y si no sois capaces de entender el sufrimiento humano, idos. Idos; idos, y marchaos a construir trenes, o puentes, o yo qué sé; yo qué sé”. Qué grande el doctor Peyró. El que aquel día en la Rea me hizo sentir algo más que un alma en pena que vaga en bata blanca por los pasillos, el que me arrancó los aplausos que tantas otras veces me he guardado, por ese estúpido miedo a lo que pensaran los demás, ésos que debieran pensar menos en sí mismos. El que pasó olímpicamente de hablarnos del traumatismo craneoencefálico y nos habló de la guerra, de María Zambrano, y convirtió la última lección en una lección de verdad.
…Después comenzamos a seguir aquella extraña moda. Los apuntes no se llevaban en carpetas, no: se transportaban en cajas. Llenas. Hasta arriba. Digestivo y Cirugía General. Desayunar con Chema y sus dos azucarillos en el zumo de naranja, comer con Chema, luchar contra el sueño postprandial con Chema. Porque las clases de Chema no acaban nunca, como su humanidad y su bondad; porque hace que no quieras que llegue la hora de irte a clase para quedarte a seguir aprendiendo. Salíamos de clase saludando a la luna y al frío de diciembre.
Las inolvidables clases sobre cáncer gástrico. Sobre la vida, más bien. Cuando el cirujano de risa contagiosa me presentó a las glándulas paratiroides. Es que lo vive. Es que lo sabe transmitir. Dios mío, no puedo dejar de sonreír recordando aquellos días. Como sonreí al descubrir en Viena los cuadros que nos mostraba en clase.
Uro y Nefro. Jamás pensé que podría disfrutar tanto estudiando un riñón. Cómo Juan nos trató como a colegas, nos emocionó con cartas plagadas de faltas de ortografía de sus abuelicos de la Sierra. Cómo aquella enfermera nos enseñó a sacar sangre. Cómo reí en Urología. Cuánto aprendí con el grandísimo doctor Olivas.
Pediatría. La sexta izquierda, por fin. No estaba del todo equivocada con ella. Lloré. Reí como nunca lo había hecho en prácticas. Sentí la piel suave de aquellos recién nacidos. Quieres no dejar de explorarlos nunca. Me regalaron más sonrisas que en seis años. Me sentí una más el día del “taller de la fruta”. Amé Cirugía Pediátrica. Me sentí parte de aquel quirófano, y eso es algo muy poco frecuente. Aprendí cómo se “regaña” a un paciente. Se me cayó la baba y alguna lagrimilla traviesa en la UCI neonatal; cómo no emocionarse con las nanas que esa mami cantaba bajito, escudada tras ese enorme carpetón con su historia clínica.
Ojos y viejos. Algún plantón a las ocho de la mañana, algún “no quiero estudiantes”. Hay médicos que aparentemente nunca fueron estudiantes; qué suerte la suya. Ellos me enseñaron lo que no quiero ser. Pero en la primera planta nos esperaban los cuatro chiflados que un día decidieron que a quienes ellos iban a ayudar era a esos viejos que nadie quería. Y me enseñaron a comprenderles, a reírme con ellos. Y esa mañana mágica de primavera. Y esa última OSCE derritiéndonos al sol de junio.
Sexto. Enfermeras que te regalan chocolate y residentes que te ofrecen guantes y yeso y te dicen “mánchate tú también”. Las clases de Urgencias. Cómo me conmovió la muerte del maestro que contaba chistes malos y que te reñía, para bien, al llegar tarde a prácticas. Porque él sí se responsabilizaba de ti. Él sí se preocupaba de dejarte un buen hueco subida en el cajoncillo de madera del quirófano para que vieses el latido de la carótida. Los últimos paseos al Perpe cuando aún no daban ni las ocho de la mañana. Neurología. Profesoras que más bien son auténticas maestras, y que, de paso, mientras te desmontan el mito de que esa cosa blandengue y misteriosa llamada cerebro es absolutamente fascinante, se convierten en colegas y te cuentan que un día decidieron que querían ser neurocirujanas y exploradoras. Que te regalan palabras y buenos ratos. Que te recuerdan que “…es TU tragedia”. Cuánto disfruté.
Infecciosas: “¡Pero chico!”, y un millón de anécdotas; por fin entendí algo de los antibióticos. Las últimas prácticas. El hombre amabilísimo de la imposible enfermedad actual al que historiamos medio sexto. Creo que jamás me voy a olvidar de la endocarditis infecciosa.

…Ahora hago la maleta por última vez en esta ciudad que echaré de menos. No puedo cerrarla, rebosa. Me llevo todos esos momentos, y más. Me llevo bien guardaditos en el corazón a mis maestros; a ésos que de verdad te enseñan, los que tienen el detalle de preguntar cómo te llamas, y hasta se lo aprenden. Me llevo a otra versión de mi familia: en la Facultad escogí a mis amigos, y ellos, a su vez, me escogieron a mí. Me llevo millones de folios y bastantes libros, pero ante todo me llevo lecciones no escritas.
Que nunca, nunca, nunca, se deja de aprender. Que al final se consigue todo: no desesperes. Que “nadie podrá con nosotros”. Que no hay suerte: que hay esfuerzo, que hay culo y codos, y ojeras de dimensiones astronómicas, y pilas agotadas. Que tendrás una de cal y otra de arena. Pero, con creces, mucho, mucho, mucho más bueno que malo. Que no has de dejar nunca de soñar, que debes dejarte acompañar por las canciones de tu vida, escribir, luchar. Que no hay nada más terapéutico que una sonrisa  y un abrazo fuerte. Disfruta de cada momento. Todo lo que hagas, hazlo porque lo sientes, porque lo necesitas, a veces porque te lo exigen. Pero hazlo con amor. Obsérvalo, escríbelo, dibújalo, grábalo con la cámara del móvil. Guárdatelo de cualquier manera porque sonreirás al recordarlo, a veces hasta llorarás. Que no sea de pena, que el arrepentimiento te sirva sólo para, la próxima vez, actuar más con el corazón que con la cabeza.
Crees que tu vida y tú estáis escritas, determinadas. Te aferras a unos principios que tú mismo te creas, o a los que más te convienen en ese momento. Pero nadie te había contado que la vida no es estática. Ni te lo van a contar, porque es algo que tú tienes que averiguar por ti mismo. Ése si es un imperativo que no deberías obviar. No vas a perderte, llevas un mapa en algún punto de tu interior que se va dibujando con cada paso. Pero salte del camino. Empéñate en abrir las puertas que están atrancadas, las que están cerradas con cadenas, al menos trata de asomarte por una rendijita en aquellas donde cuelga el cartel de “prohibido el paso”. Toma un atajo, y otras veces da rodeos, callejea sin más. Piérdete, te acabarás encontrando, incluso en mitad de un bosque, en mitad de la lluvia, bajo las montañas de libros con los que aprendes, con los que lloras, con los que sueñas. Arriésgate; alguien dijo, cargado de razón, que las únicas locuras de las que te arrepentirás son aquellas que no cometas. Sé un completo desastre, o busca la perfección, pero no te pierdas tú en el intento. O piérdete, pero para encontrarte.
…Cuando mayo te traiga el último examen, vístete de blanco con más orgullo que nunca, y descorcha una botella en mitad del hall gris, y salta y grita de alegría. No pares de sonreír. Aunque llueva.

Sabes que todos los finales llegan. Compras billete de vuelta y piensas en esa fecha. Haces tus cálculos. Junio de dos mil trece. Qué lejos queda cuando lo piensas por primera vez. Después, los años luz se van convirtiendo en meses; después en días, porque últimamente al tiempo le ha dado por volar. Y de repente han pasado seis años.
Esta tarde te pondrás muy guapa. Echarás de menos a los que ya no están, y a los que no han podido venir. Algunas andan ocupadas historiando a mocosetes y a embarazadas. Esta tarde abrazarás con ganas, de verdad, a quienes pensaste que no querrías abrazar ése día bajo ningún concepto. Llorarás de alegría. Porque esta tarde te colocarán sobre los hombros esa banda amarilla, porque al fin lo has logrado: Licenciada en Medicina.
Pero antes que en médico, sin duda, estos años me han convertido en persona. Es lo que estoy aprendiendo a ser, y es que por fin voy sabiendo quién quiero ser.
El sueño de ser médicos no ha hecho más que empezar. Hemos de seguir alimentándolo durante el resto de nuestras vidas. Con cada historia clínica, en la primera guardia, en la primera incisión. Con el primer abrazo que ofrezcas, en cada gracias con que un paciente te honre, con las lágrimas que enjugues, con las vidas que, para bien o para mal, trastoques como un huracán.

GRACIAS a todos los que formáis parte de este gran sueño. GRACIAS a todos por hacerme PERSONA, porque gracias a vosotros me estoy convirtiendo, pasito a pasito, en MÉDICO. 

2 comentarios:

  1. Muchas gracias, Elena!! Qué ilusión que te hayas pasado por aquí! :) Será que soy muy sensiblona, pero es que al terminar no sabes qué sientes más, si alegría o pena :) Un abrazo!

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