Nos tocó vivir en la era del no romanticismo, del ego y
las altas expectativas; en el tiempo en que, a falta de cariño, surgían
espontáneos que ofrecían abrazos gratis en mitad del bullicio de las ciudades
grandes. Los besos ya no se robaban: pasaron a convertirse en moneda de cambio
en el negocio apresurado de un rato de calor.
Nos robaron la juventud y nos la cambiaron por metas, por cifras y por relojes exprimidos. Nos machacaron incesantemente el alma y nos
relegaron a un rincón oscuro y frío, a la sombra de los fantasmas densos de sonrisas
que algún día existieron quién sabe dónde.
Pero rescatando sin quererlo un entusiasmo perdido yo me
enamoré profundamente. Raramente. Inesperadamente. De un modo más irracional
que nunca, más fuerte que mi férrea voluntad.
Se resquebrajaron sin motivo mis
fortísimos muros y me enamoré de ti sin tú saberlo, de la vida y su discurrir.
Me
enamoré indefectiblemente, incondicionalmente, idiopáticamente. Me enamoré sin
que aquello formase parte de mis cuadriculados planes mientras buscaba tus
zapatillas grises en las mañanas heladas, al calor del café caliente que
tomabas solo y que, luego, un día, cargada de valor y excusas tergiversadas y
con las rodillas flojas, muy flojas, te pedí que tomaras conmigo. De tu voz
áspera e intoxicada, de tus maneras suaves, de tu pelo alborotado y de tus manos
hábiles. De reírme cuando pienso en las estrellas que dibujas en mi espalda, de
las chispas de vida que brotan de tus ojos raros. De las canciones compartidas
aunque tú no lo sepas. De llegar a la conclusión de que la octava maravilla del
mundo es el milagro de tu vida y la mía.
Años después caí en la cuenta de que me desenamoré, al escribir sobre tu amor sin temblar. Al otro lado del cristal nuestra historia se escurría con la lluvia calle abajo, desaparecía camuflándose en los charcos. Pero también caí en la cuenta de que indefectiblemente, incondicionalmente, eso sólo sucederá hasta que me tope de nuevo contigo y vuelvas a desencajarme, una a una, las piezas rotas.
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