En algún punto en el espacio y el tiempo de mi corta
existencia, en alguna de esas tardes como espectadora de carreras de gotas de
lluvia en el cristal del coche volviendo de Madrid, o en alguna de esas mañanas
en que llegaban al buzón fascículos nuevos de “Érase una vez los inventores”,
algún cable enmarañado en mi cabeza de imaginación creciente y desbordante
debió hacer cortocircuito y decidí, de forma inconsciente, que quería ser
contadora de historias. Inventora de vidas, de conversaciones, de sensaciones,
de recuerdos. Que quería crear. Que necesitaba emocionar y emocionarme. Que me
sentiría tranquila en cualquier lugar mientras hubiese cerca de mí lápiz y
papel y vistiese un jersey a rayas. Que no me enamoraría jamás mientras no me
hiciesen temblar y mientras no me dejasen sin habla.
En alguna otra intersección espaciotemporal decidí que
quería ser médico. Para no inventarme vidas e historias, sino para ser testigo
de ellas y, en ocasiones, salvarlas. Cambiarlas. Trastocarlas. Para guardar
para siempre conmigo las sonrisas, los abrazos y las lágrimas más sinceros y puros.
En el punto actual, llevo de la potencia al acto tales
decisiones. Sigo inventándome historias y contando otras. De vez en cuando,
alguien se emociona con mis palabras. Escribir y garabatear me tranquiliza. Me
he enamorado una vez, o ninguna. He sido partícipe, desde el
rinconcito a la sombra del médico, o alzada sobre un cajoncillo de madera, asomando la mirada curiosa por detrás del
cirujano, de la vida en su vibrante principio y en su oscuro final.
El sábado comencé la preparación de mi examen MIR: un pasito
a pasito en el que tendré momentos de locura transitoria, en el que me acercaré
más al médico que, en poco más de doce meses, comenzaré a ser. Bendita rutina. Benditas decisiones.
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