En el
centro de Madrid, una noche cualquiera de julio, las campanas de San Antonio de
los Alemanes no daban ya las once mientras yo trataba de sobrevivir a esa
cárcel de asfalto en la que se había convertido la ciudad. Rezaba por que la
meteorología me concediera una tregua y pudiera así abrir las ventanas al caer
el sol; entonces maquinaría un plan enrevesado que incluyese sobornos y chantajes
para forzar una alianza entre aire y ventilador que los instase a atravesar de ventana a ventana mi
minúscula casa, para que arrastrasen de aquel espacio diminuto el calor y mis
demonios. Todos los demonios. Porque qué diablos no estarían avivando calderas
allá abajo, como locos, para que hubiésemos llegado al punto en que el momento
más feliz del día se había convertido en fregar los platos porque entonces la
cocina era lo más parecido a una piscina a mi alrededor.
Tanto
plan y tanta lista de “to do”, que dicen ahora, y al final todo mi oficio y
beneficio fue darme a ese dolce far niente que tan encarecidamente recomiendan
las revistas de jóvenes modernos, cosmopolitas y con posibles.
...Cómo no
buscar el aire y la calma si de pronto los veranos cambiaron radicalmente.
Donde antes hubo bicicletas, polos de fresa de anca Haro, y forzosas interrupciones
del tráfico porque nada había más crucial a las once de la noche que
chillar, esconderse y dar balonazos en mitad de la calle, ahora me habían
colado un julio asfixiante en el que eso que debe ser la vida adulta sucedía.
Me agoté entre madrugones, cartas de asuntos coñazo de esos de mayores, y súbitos planes de boda. ¡Mis amigos casándose!
Subí y bajé los quince pisos del hospital, sola ante el peligro, presentándome
como la “doctora del dolor”, pidiendo a mis pacientes que puntuasen el suyo del
uno al diez. Como si fuese tan fácil. Como si sólo les doliera una cosa. Como
si acaso mis fármacos y mis técnicas pudieran hacer algo por los dolores del
alma.
...A veces
la odié durante aquellas semanas de asfixia, pero la ciudad y yo éramos una,
ambas perdiendo fuelle de forma sinérgica. Ella vomitando mareas de gente en
las costas, yo con la náusea inesperada de una acelerada madurez. Las mañanas persistían
frenéticas aunque las sofocantes madrugadas no tenían a bien bajar de los
veintiocho grados. Seguimos cruzándonos a las 7.55 cada día: esa señora, su
cigarro a medias, su constante expresión de hastío, y yo. “Ella sí que necesita
vacaciones”, solía pensar. Las pieles chorreaban sudor, y los brazos
transportaban ventiladores en bolsas de plástico. Madres y padres, runners,
paseadores de perros, cuidadores de abuelos, todos estaban en danza antes de
las ocho de la mañana huyendo del deshielo.
Y
mientras, yo sólo quería que aquello acabase. Sólo quería comerme un frigopié y
huir. Hacía tiempo recordando la piscina de los últimos veranos. Cuando devorar
historias constituía todo mi orden del día. Cuando engachaba sucesivamente varios
catarros por tanto remojo. Cuando la felicidad era clavar una cuchara en el petit suisse y meterlo al congelador. Cuando aquel chico tan guapo que era de los mayores
me sacaba los colores con su opinión sobre mis pupilas. Cuando las fiestas eran
aún medio inocentes alrededor de una hoguera. Cuando no había más componentes
en la dieta que helados, gazpacho y sandía. Cuando desgastábamos las tardes en
bicicleta, y perseguíamos vagones de tren abandonados, echándole al tiempo un
pulso al sol poniente. Cuando en las noches yo suspiraba por el musculitos que
se reía de mí mientras la besaba a ella; cuando si querías ser guay era
imprescindible ser dueño de un Nokia 3310 con politonos y batir récords de
puntuación jugando a la serpiente.
...Aquel julio opresivo terminó. Aquellos
veranos no volvieron. Aquel millón de tareas continúa sin hacer, pero, oye, qué bien sientan ahora las vacaciones :)
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