Han pasado doce meses desde aquellas primeras primeras veces. Aquel martes en
que todo empezó hacía más frío del que habían dejado entrever los días previos,
cuando me debatía entre la fiebre y las dudas sobre si decir a la agente de la
inmobiliaria que sí, que nos quedábamos a vivir en el barrio. Un
año más tarde todo se veía parecido: viento fresco haciendo bailar el verdor de
las copas de los árboles y levantando sonrisas repletas de novedad a las
puertas del salón de actos. Los nuevos aterrizaron en el hospi cargados de su
historia, sus bártulos y su esfuerzo y, nosotros, de un plumazo, nos convertíamos en los erredoses, los mayores. Diría que no hemos cambiado
tanto, pero…¡vaya si lo hemos hecho!
Fuimos por fin lo que queríamos ser: anestesistas, ginecólogos,
oncólogos, pediatras, cirujanos, traumatólogos. Médicos, en fin. Y al fin. Y, a
la vez, fuimos tantas cosas...Adolescentes de nuevo, recién llegados a la
escuela de la vida tras años flotando cómodamente dentro de nuestra burbuja.
Inexpertos e inocentes. Potenciales nietos políticos de más de una cardiópata
octogenaria. A veces fuimos mediquillos, otras nos sentimos como estudiantes
otra vez. Tratamos de ser docentes: tanto como podíamos con lo poco que sabíamos, prestando la atención que hubiésemos querido que nos dedicaran años atrás. Fuimos celadores, confesores, psicólogos, diplomáticos y gente de
negocios.
Vivimos semanas fugaces. Perdimos la orientación espacio-temporal entre
guardia y guardia, y otras semanas, asqueados y cansados, se nos hicieron
eternas.
Los domingos ya nunca más fueron simplemente el último día de la semana:
hubo domingos enclaustrados en la Urgencia de El Doce, domingos de saliente
arrastrando bolsas y ojeras y haciendo vida cama-sillón. Domingos de Retiro, de
resaca y de risas. Domingos de mierda, y domingos apurados en casa, luchando
contra los kilómetros y persiguiendo al sol en paralelo para volverme siempre
en el último tren.
De todas las que nos contaron, recordamos algunas historias; grabamos unos
cuantos nombres. Otros los borraron las noches sin dormir, las camillas del
Samur formando filas, los cuarenta pacientes en Amarillos a las tres de la
mañana. Ahondamos en la bajeza, la mierda y el mal olor. Miramos de refilón a
sus tragedias, porque no nos daba tiempo a más. Coqueteamos con el miedo,
cogiéndolo y no soltándolo al principio, dejándolo ir después. Cuando vimos que
la Urgencia no era tan terrible, cuando nos tocó alguna equis, o por fin algún
adjunto se acordó de nuestro nombre. Cuando temblábamos menos con cada
pitido súbito de la máquina de anestesia. Aunque el miedo es reincidente, y sin demasiado esfuerzo cogió la costumbre de volver a pasarse por aquí.
Y yo…me corté la melena. Recorrí esta ciudad en tardes encendidas, viendo
arder el cielo desde mi balcón mientras las mañanas volaban en diálisis. Pasé mañanas en el subsuelo. Me partí de risa con
las canciones de Johnny Rooms en Cardio, y, bueno, puede que de electros no aprendiese mucho, pero saqué una valiosa enseñanza sobre humanidad y trato con el paciente. Y, al menos igual de importante, con el residente pequeño, ése que vaga por el hospital perdido y recién llegado. Después llegó
septiembre y la histeria colectiva se apoderó de Agudos cada vez que el triaje
nos pasaba un africano con fiebre.
Después de meses rodeada de gente, llegué a la soledad del lado oscuro en
el 28 para pinchar las primeras espaldas mientras, en la radio, Los Secretos
cantaban “Pero a tu lado”. Allí comencé a dormir las primeras historias. Allí,
no lo negaré, me presincopaba cada vez que las alarmas del viejo Servo se disparaban
como locas. Cogí mis primeras vías periféricas, rompiendo unas cuantas (eso es
así, y forma parte de la curva de aprendizaje xD). Adaptándome a las manías de
los adjuntos, y adquiriendo las mías. Una mañana fría de diciembre, en el 9,
cogí, triunfante, mi primera central.
Mendigué técnicas en los quirófanos de Gine, y me subluxé el meñique
subluxando mandíbulas; me imaginé disfrazada de gigantesco pulmón, cuidando del
aire durante los sueños ajenos.
Era la hora de la siesta aquella tarde de abril, y apenas había hecho un par de guardias de Mater, cuando sonó el busca y tuve que correr. Volamos en
equipo cuando Julia llegó con prisa, dándonos un buen susto. Creo que no quedó
ni una pizca de mis entrañas sin sacudirse aquel día, cuando viví esa “Medicina
de verdad” de la que una vez me advirtieron. Por la noche, como si nada, su
mamá y yo ya estábamos hablando de perros, como si tal cosa. Como si no
hubiesen estado a punto de bajarse del carro de los mortales tan sólo unas
horas atrás.
...Podría continuar hasta el infinito. He vivido muchas cosas. Me faltan tantas otras. Así que, revisando ahora, no me
cabe duda de que en estos doce meses de continuo vaivén algunas piezas han
cambiado en mi maquinaria. Protesto más – o soy más realista-; no
me gusta madrugar tanto como antes, y algunos sábados me permito estirar las
horas en la cama. Pero la burocracia y el papeleo se me siguen dando fatal. Me
regalaron una agenda preciosa, y aún así sigo guarreando con boli el dorso de mi mano para tratar de no olvidar mis tareas pendientes. Como en el cole.
Tampoco he conseguido llevar las cuentas al día, ni ir al gimnasio a diario. Y
esto último buena falta me haría: ¡quién me iba a decir que para ser anestesista
necesitaba un brazo izquierdo digno del mismísimo Popeye!
...Fuimos y vivimos tantas cosas. Cambiamos, por dentro y por fuera. De número, de rango. De R2 continuaré durmiendo historias, aprendiendo, curioseando, ventilando. También desaprendiendo. A veces, curando.
...Les llamaré por su nombre para saludarles del revés al despertar. Para, una vez más, casi siempre poder decirles que todo salió bien, y que abandonemos el quirófano satisfechos.
Qué bonita entrada. Y lo que dices, cómo lo dices, es la realidad tal cual deberíamos poder verla. Porque la vida son cambios, primeras veces, oportunidades, un continuo ensayo-error... Siempre sacar lo positivo de cada vivencia, y nunca dejar de aprender.
ResponderEliminarEspero que tu año como R2 te siga trayendo alegrías :)
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