Hace un
rato, sigilosa, cómplice de la quietud de las largas tardes de verano que no
debieran invertirse en otra cosa que no fueran siestas largas, asalté el
frigorífico, más por aburrimiento que por hambre, y, vuelta escaleras arriba,
me bebí un vasito de gazpacho bien frío (de acuerdo, un asalto en toda regla es
sinónimo de cuchara sopera y excavación en tarrina de helado, pero…). Y me
recreé en su color rojo, como lo hice con el olor de los tomates recién cogidos
antes de que mamá los hiciera picadillo, literalmente. Y es que tengo que
retomar las viejas y buenas costumbres, sobre todo en días (a punto estaba de
escribir malos) regulares. Como escribir. Como la de ser más consciente de todo
lo bueno que tenemos al alcance de la mano, la de sentirnos (sí, a nosotros
mismos, porque estamos aquí, palpitando), la de no preocuparnos porque hoy no
cumplimos con la planificación del día. Que mañana será otro día, y, como me
dijo mi abuelo, con sus recién estrenados ochenta y seis curtidos años, tiene que haber de
todos, buenos y malos. Contaba con ello. Incluso contaba con el “maldito
karma”, que tan pronto hace que tu productividad sea cero como te quiebra las
patas del somier para que te caigas al sentarte (verídico; ocurrido hace
escasas horas.Que sí, que ése día se asoma el mal humor. Pero contaba con ello.
(Hablando del karma, a La Gorda, en cambio, el karma ni le pasa de cerca: un
huevo ha rodado por la encimera hasta precipitarse al suelo, y del suelo, crudo
y con cáscara, enterito él, a su boca. ¡Pero qué bien sientan unas proteínas
inesperadas!).
Así que,
bueno, esta especie de secuestro consentido no podía sólo tener cosas
negativas. Sigo aprendiendo, que es, probablemente, lo que más me gusta.
Aprendiendo a obligarme a sonreír, porque funciona. A disfrutar de los escasos ratos libres. A saborear más que nunca el silencio; será porque
escasea en estas noches de agosto.
Mis bártulos y yo nos hemos trasladado
arriba, alejados del mundanal ruido, creía yo, ilusa. “Huy, estudiando voy a
tocar el cielo”, me dije cuando me dio la vena poética. Pero no: es el cielo
quien me toca a mí, las narices, en concreto. Ah, y los martillazos del vecino. Y mis amigos los vendedores ambulantes.
Bien. Continúo. Un maldito pájaro se planta en la
antena de enfrente cada dos por tres y pía sin cesar. Pero bueno, qué leches:
tengo un control del espacio aéreo que ya quisieran en Barajas. Eso sí, sin
cobrar. Pero ya sólo por su sonido reconozco al helicóptero del Sescam, y sé
que de diez a once los aviones, quién sabe por qué, hacen su particular reunión
para romper, felices y veloces, la barrera del sonido. Pero aquí, tan alto, no
me pierdo el arcoíris en las tardes de tormenta, y me abraza el olor a tierra
mojada. Aquí, desde el tercer piso, veo cómo las tardes se rinden ante la ya
menguante luna de agosto, cómo naranjas y azules se abrazan y se devoran cuando llega el ocaso.
Así que
aunque este verano sea raro y en cuanto dan las diez sólo pienso en dormir, sé
que todo pasará, que todo saldrá bien (“¡Adelante, mis
valientes!”), y que, en unos meses, que llegarán antes de que nos hayamos dado
cuenta, estaremos en Madrid decidiendo nuestras vidas. A pesar de que algunos
no lo tengamos nada claro, a pesar de que últimamente mis sueños jueguen al
escondite para que yo apenas los intuya. Pero “al andar se hace al camino”:
seguiré recopilando pistas para dibujar el mío.
Como leí
por ahí hace no mucho, “La vida es un 10% lo que vives, y un 90% cómo te lo
tomas”.
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