O llámenlo humor. O amor propio. O formas de subirse una
misma la autoestima y no dejarse caer en la ciénaga apestosa de Shrek o de
cualquier otro monstruo verde o morado, me da lo mismo, que lo mismo me da. O
autocompasión.
No lo sé. Se me acaban los adjetivos y los sustantivos. Sólo
sé que es otoño, que llueve, que hace frío, pero no demasiado. Que me caliento
las manos alrededor de un café que ya se está enfriando, y eso que me lo acabo
de preparar. Tenían que verme, como una yonki de los aromas torrefactos (visualicen
a La Hierbas de aquella famosa serie), encima de la cafetera, moviendo hacia mis
fosas nasales, con grandes aspavientos, el humillo que bailaba hacia el techo. Lo que
les decía: que ante la intangible realidad de mis días actuales, mejor me río
de mí, me, conmigo.
Sólo sé que en estas últimas semanas de locura me he
abalanzado en más de una ocasión sobre
una cuchara de sopa (para entendernos) que he agarrado con fuerza bruta para
excavar en la tarrina del helado que sobró de noches de jueves en deliciosa
compañía (gracias por tanto, chic@s). Que devoraba ese chocolate frío con
ansiedad y me reía, consolándome con un “ya pensaremos en alimentarnos en
condiciones cuando pase la tormenta”. Pero luego, al tratar de embutirme en
esos maravillosos pantalones encerados made in Amancio que aún esperan, con la
etiqueta sin cortar, el momento glorioso en que el proceso de puesta sea menos
trabajoso, ahí, queridos amigos, ya no me reía tanto y me exigí posponer menos el día D de Dietaotravez.
Sólo sé que si me río de mí misma es por no llorar tanto, y
porque sí, el momento hierbas y asaltacongeladores en el fondo es divertido (y
el momento Bricomanía, pero eso se lo contaré “en el próximo capítulo”). Y
porque lo necesito. Y ustedes también, sea cual sea su situación. Así que repitan conmigo: ¡ JA, JA, JA!
:)
:)
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